Desde Barcelona
UNO La otra noche Rodríguez volvió a ver The Dead Zone, de David Cronenberg: una de las mejores adaptaciones al cine de uno de los mejores libros de Stephen King. Los blues del melancólico vidente Johnny Smith quien de pronto comprende que el volátil vendedor de biblias Greg Stillson devenido en político-espectáculo acabará siendo el causante directo de una última e inolvidable fiesta nuclear. Y decide desactivarlo. La novela es de 1979, la película es de 1983, y hasta hubo una serie de t.v. entre 2002 y 2007. Y en todas, desde ese presente, ni Smith ni King (muy elocuente en Twitter con mensajes del tipo “Fuentes de confianza revelan que es Cthulhu. Ese peinado absurdo no lo es tanto. Oculta sus tentáculos” y, digámoslo, esto sí es grave, muy mal: en su tweet King escribió el nombre de la gran deidad lovecraftiana con una h de menos) imaginaron un futuro en el que el comerciante de su propio evangelio Donald Trump saldría desde la nada leonardcoheniana Dark Tower de su Cantinela. Y conquistar una Casa Blanca que acaso repintará de dorado luego de decirle a Hillary Clinton –aferrada a un ejemplar de esa edición de Newsweek que la ponía ganadora en portada– aquello de “You’re fired”.
DOS Y, sí, Rodríguez se había empachado con documentales sobre uno y otra en los últimos días. Incluido el monólogo sobre el entrepeneur de Michael Moore, quien es tanto menos divertido y gracioso que Trump. Y ese era y es el problema: ni siquiera el gran Alec Baldwin y su enorme imitación de Trump durante las últimas semanas de Saturday Night Live superan en absurdo y carcajadas al modelo original y a las cosas que dice sin pensar en las consecuencias (que no han sido otras que las de ganar). A su manera, un genio político: se autodestruye antes de que lo destruyan sus opositores, no les da ese gusto ni ese privilegio, y sólo les concede el rol quedarse mirándolo y preguntándose si no sabrá algo que ellos ni sospechan y... ya saben cómo sigue. Todo lo contrario de Hillary Clinton, recordándole a Rodríguez cada vez más a una de esas amas de llaves locas siempre listas para prenderle fuego a todo antes que ser alcanzadas por las llamas y… ya saben lo que pasó. En campaña feroz, Trump (quien salió de la nada para entrarle a todo) era el ciudadano Kane en versión Zoolander (film donde tiene un cameo). Hillary era la hija bastarda de Scarlett O’Hara con el Frank Underwood de House of Cards. Opuestos que se complementaban a la perfección: Cara y Yin, Ceca y Yang; Coca y Cola; feminista machista (como soy mujer tengo que ganar) y machista que ama devorar a las mujeres; deslumbrada por Martin Luther King y seducido por Norman Vincent Peale; mujer marcada y marca registrada; muro de teflón y techo de cristal; una en campaña con su marido a sus espaldas y uno a pie de pista con su avión como telón de fondo; uno elefante triunfante y una desasnada en su desconcierto.
Y los dos firmantes de autobiografías best-sellers de memoria más que selectiva.
Por eso, lo mejor es que sean otros los que te cuenten la historia.
El mejor de los documentales que vio Rodríguez, por mucho, ha sido el The Choice 2016 de la PBS, dirigido por Michael Kirk, donde se perfilaba a estos dos monstruos con una sed insaciable de poder y reflectores y ganas de hacer historia e histeria. Allí, un viejo tape de Trump sonriendo un “Si perdiese mi fortuna probablemente me lanzaría a la presidencia”; allí una joven Hillary cambiando de peinado y de color de cabello por amor y apoyando a su hombre y creyendo sus mentiritas, porque en lo que en realidad cree es en sí misma y en su proyecto a largo plazo. Allí Obama 2011 riéndose en la cara del magnate en una de esas cenas chistosas con los corresponsales extranjeros y despertando a La Bestia. Allí Hillary con un rostro que puede pasar en segundos de Mary Poppins a Cruella de Ville. Sí –por una vez– estas elecciones han sido protagonizadas por criaturas clásicas que ya llevaban décadas junto a nosotros. Hemos consumido y fuimos consumidos por sus victorias y derrotas, sus divorcios y sus no me voy a divorciar pero voy a pasar tus testículos por la picadora de carne, sus muertes y resurrecciones. Como los monstruos de los Universal Studios. Pero ya está. Ya pasó. Fin de la diversión. Se acabó King Kong versus Godzilla. Adiós a “Nasty Woman” versus “El Hombre Más Peligroso Jamás Postulado para la Presidencia de los Estados Unidos”.
Yes, He Could.
TRES Y cierre de la sangrienta temporada de American Horror Story: Debates & Election Day. Pero a no angustiarse (o sí): en enero comienza otra American Horror Story. Lo que sucederá en los primeros episodios tal vez incluirá a una Hillary (pensar en la reciente e injustamente denostada remake de Ghostbusters) ocupando con desgracia el rol de Jack Nicholson en una versión hembra de The Shining con su Primer Caballero Bill embrujando los pasillos del 1600 de Pennsylvania Avenue como si fuese el barman del Overlook Hotel. Lo que sí vendrá es, seguramente, un inolvidable y desopilante encuentro Trump/Rajoy parloteando en sus respectivos spanglish.
Y, claro, esos casquetes capilares de abuela con secretos jamás superaron el tupé que no es tupé aerodinámico con cola de pato Donald. No hace mucho Rodríguez leyó un profundo y exhaustivo informe en The Gawker que develaba los secretos de ese costoso misterio de la ingeniería folicular o de la “intervención microcilíndica” en las cimas del ex candidato republicano y otra vez rey de Trumplandia. Por supuesto, Trump lo ha negado todo y se limita a jurar que se lo lava con shampoo Head & Shoulders y que lo deja secar sin toalla.
Y pensando en pelo, Rodríguez volvió a concentrarse en la pantalla. Y allí renqueando en The Dead Zone, el pobre Johnny Smith, con el rostro y cabellera de Christopher Walken. El pelo de Christopher Walken –accesorio inseparable de su arte interpretativo– ha dado para muchas más piezas periodísticas que el de Donald Trump. “Es uno de mis mejores rasgos”, “sólo Elvis y JFK tuvieron cabelleras comparables”, “mi pelo ya era famoso antes que yo. Desde niño. Y me parece justo. Es una fuerza de la naturaleza”, explicó Walken en más de una entrevista, para luego concluir con un inquietante “hay teorías por ahí que aseguran que el pelo me crece desde el cerebro”.
Y después Walken se aleja con uno de sus bailecitos.
CUATRO Alguna vez hubo uno de esas multitudinarias mociones on line para que Christopher Walken se presentase como candidato a la presidencia. Entonces Walken sonrió y dijo estar dispuesto a pensárselo “si el rol me resulta interesante”. Pero parece que no. Y es una pena porque –con esa voz y fraseo y tempo oral– sus discursos serían tan inolvidables como su monólogo del reloj en Pulp Fiction. Y sería formidable que nos invitase a entrar al despacho oval interpretando a The Continental.
Lo que hay y lo que queda –luego del Brexit, de Colombia y ahora de Trump– es la sensación de que la gente odia cada vez más a la clase política, contesta cualquier cosa en las encuestas, y después hace lo contrario de lo que pronostican. Por venganza o por joder. “No puedo creerlo: soy un político… Pero si yo no los respeto”, dijo Trump no hace mucho. Y ahora es un presidente.
Y lo único que queda es rezar –aunque parezca mentira– porque ojalá sea nada más que como fue Bush, Jr. Y que –anfitrión de reality devenido irreality president– Trump no se enoje o se aburra o apriete el botón para echarnos y desecharnos y despedirnos.
De una cosa sí está seguro Rodríguez: ni Hillary ni Donald –quién sabe, viendo el éxito de rating obtenido, tal vez renueven lo suyo para una futura secuela– tienen un pelo de tontos.
Rodríguez –en cambio, acercándose a la salida– tiene cada vez más entradas en su dolorida cabeza.