A un ritmo de una película por año, como mínimo, François Ozon es un cineasta tan prolífico como inasible y desigual. Puede ir de una adaptación de una obra de teatro de Fassbinder (Gotas que caen sobre rocas calientes) a un thriller psicológico (La piscina), pasando por una comedia frívola deliberadamente kitsch (8 mujeres) o una fábula social con ribetes fantásticos (Ricky). El tono y la calidad de Frantz, sin embargo, son muy diferentes. Como ya sucedía en Bajo la arena, uno de los mejores films del director francés, y también en El refugio, otro de sus más valiosos y también, injustamente, menos recordados, en Frantz el realizador construye la estructura dramática a partir de una ausencia que deja un vacío difícil de llenar.

No por nada el más reciente film de Ozon (que ya se apresta a estrenar otro el mes que viene en Cannes) se titula como el personaje que falta y alrededor del cual girarán todos los demás agonistas de este fino, delicado melodrama de un aparente clasicismo y concebido a partir de la noción de luto, de duelo. Es curioso, justamente, que Frantz haya nacido como una versión libre de Broken Lullaby (1932), la única película que el gran Ernst Lubitsch realizó en Hollywood en las antípodas de la comedia, que fue el género en el que impuso su famoso “toque”. Una película estupenda, por cierto, y con la que la de Ozon tiene tantas similitudes como diferencias.

El nudo argumental es el mismo. Corre el año 1919, los ecos de la Primera Guerra Mundial están lejos de extinguirse todavía y a un pequeño pueblo de Bavaria llega un forastero francés, que misteriosamente deposita flores en la tumba de un joven alemán, Frantz Hoffmeister, muerto en el frente de batalla. La primera en advertirlo es Anna (Paula Beer, extraordinaria, premio a la mejor actriz en la última Mostra de Venecia), la prometida de Frantz. Visiblemente atormentado, ese joven francés, arquetipo del sufriente romántico, quiere acercarse con alguna excusa a la familia de Frantz, pero el padre del muchacho muerto, que es médico, inicialmente lo rechaza: “No puedo atenderlo, todo francés es para mí el asesino de mi hijo”, le dice cortante.

Sin embargo, Adrien (Pierre Niney) parece haber llegado allí con un cometido –casi una penitencia– que no piensa resignar y la familia finalmente le abre las puertas de su casa, a pesar del resentimiento de todo el pueblo, encarnado en la figura de un nuevo pretendiente de Anna, a quien ella ni siquiera tiene en cuenta. Será Anna quien consiga averiguar el secreto que tortura a Adrien, al mismo tiempo que cae bajo su influjo.

Filmada en un exquisito blanco y negro, que le valió a Pascal Marti el César a la mejor fotografía del cine francés del 2016, Frantz tiene sin embargo unos breves interludios en color, que inicialmente parecen molestar pero a los que habrá que prestarles atención, porque tienen un sentido dramático que va más allá del remanido flashback. A diferencia del film de Lubitsch, que era más conciso y –a las puertas de la Segunda Guerra Mundial– tenía un claro sesgo antibélico, la película de Ozon no resigna esa arista pero complejiza el relato y las relaciones entre los personajes.

Su modelo parece entonces no tanto Lubitsch como los melodramas de Fassbinder en general y Effie Briest (1974) en particular, en tanto Anna se convierte en protagonista de la película y catalizador del conflicto. Esto no impide la corriente homoerótica que surca subterráneamente la relación de Adrien con Frantz (sugerida sutilmente por ese libro de poemas de Paul Verlaine que, en manos de Anna, parece completar un extraño, mórbido ménage à trois) pero será ella, sin embargo, quien tome las riendas de su vida y del relato.