Mucho se le ha señalado al cine, y sobre todo al que produce la industria estadounidense, su carácter machista, la terquedad en hacer del hombre el dueño de la mirada con la cual se describe al mundo. Y el cine de terror quizá sea el ejemplo más acabado de ese perfil, ya que en la mayor parte de las producciones del género el lugar destinado a la mujer se reduce a tres roles básicos: la víctima, el objeto lujurioso y el origen del mal. Destinos que suelen subrayarse con elementos de la tradición cristiana. En La morgue, su primera película en inglés, el noruego André Øvredal parece haberlo entendido, haciendo que la protagonista cargue con el triple estigma. Con inteligencia, la historia incluye una cuarta característica, menos frecuente: la venganza.
La morgue (título en castellano que borra la presencia de lo femenino que en el original, La autopsia de Jane Doe, ocupaba el centro) comienza en la escena de un crimen en el que toda una familia ha sido masacrada sin que haya señales que delaten la entrada o la salida del asesino. Pero la mayor sorpresa es la presencia en el sótano del cadáver de una mujer desconocida que la policía encuentra a medio enterrar. A diferencia del resto de las víctimas, cuyos cuerpos fueron mutilados, el de esta joven permanece intacto.
Para tratar de dar con algún indicio, los restos de la chica son llevados a los forenses del pueblo, un hombre que junto a su hijo son tercera y cuarta generación en el negocio de estudiar a los muertos. El resto de la película transcurre en esa morgue donde el cadáver, en apariencia intacto, comienza a ser observado, abierto, diseccionado y expuesto. Hasta ese momento la chica ya ha pasado por víctima y por objeto, tanto en el plano metafórico (su cuerpo, que si bien representa un cadáver pertenece a una actriz joven y bonita, permanece desnudo durante toda la película) como literal, ya que los médicos lo manipulan a su antojo en el sentido más estricto. Será en el devenir de ese proceso quirúrgico y metódico en donde surgián las otras dos instancias.
Como si se tratara de una toma de conciencia de esos lugares a los que el género reduce lo femenino, La morgue pone en escena algo parecido a un pedido de disculpas a la figura de la mujer por tanto maltrato hecho película. Pero lo hace del modo más oportuno: poniéndolo en escena, haciendo que sus protagonistas masculinos consigan entender cuál es el lugar que les toca dentro de una cadena de ultrajes que su investigación remonta hasta el origen mismo de los Estados Unidos. Claro que se trata de una de terror, una de esas en las que el final no llega para dejar tranquilo a nadie sino todo lo contrario, y entonces no hay disculpa que valga. Y es que La morgue es también una historia protagonizada por hombres empecinados en apropiarse del cuerpo de esa mujer, al que bien se le puede adjudicar la representación de todas las mujeres que han sido violentadas por hombres hasta la muerte (y más allá), solo por cargar con el crimen freudiano de haber nacido sin pene. El mensaje parece claro: no hay forma de ocultar ese horror ni de tapar esa culpa. Nunca.