¿Quién nos cuida a las mujeres?
Esta no es una nota que habla sobre un femicidio, ni siquiera de una violación. Lo que me pasó a mí es algo mucho, muchísimo menos trágico pero no por eso menos humillante y revelador. Y queda claro que el problema no es un machista, ni unos cuantos. El problema es el sistema que se llama patriarcado. Esta cadena de plomo en la que cada eslabón está perfectamente enganchado al otro para que todo se vuelva asfixiante y complejo para una mujer.
El 23 de diciembre de 2020 mi vida cambió por completo. ¿Cuál fue el error que cometí? Ir al baño a hacer pis. ¿Cómo no se me ocurrió que si orinaba en un sitio tan precario podía estar provocando a un hombre? ¿Por qué no me imaginé que del otro lado de la pared podía haber alguien espiándome? También cometí otros “errores”: protestar, pedir protección y finalmente animarme a denunciar algo que... en el fondo, ¿A quién le importa?
Nosotras tenemos que saber cuándo quedarnos calladas y portarnos como señoritas. Y yo, la única vez que protesté, aprendí esta lección a la fuerza.
No soy una joven sin experiencia. Soy una persona madura, de 47 años, de clase media. Alguien común y corriente.
Si bien soy periodista, hace cuatro años que trabajo en esta firma de mis familiares. En su momento, la falta de un ingreso firme y con dos hijas adolescentes me llevó a pedirles trabajo. Comencé en la recepción pero hice de todo un poco, como suele suceder en las pymes, y jamás pedí un trato diferencial.
Con la pandemia, me pidieron que volviera a la recepción momentáneamente, ya que habían despedido a la última chica y necesitaban cubrir ese puesto. Pero esta vez tenía que atender a los clientes desde una pequeña oficina dentro de la fábrica.
No tuve problema en adaptarme a la situación. Incluso, cuando cortaron el transporte público, me iba caminando 37 cuadras de ida y otras tantas de vuelta. Y me adapté.
Como venía contando, el 23 de diciembre, a las 16 y 40, ya estaba a punto de retirarme de la oficina. Eran vísperas de fiesta y yo estaba bien. Como solía hacer siempre, fui a hacer pis un rato antes de irme a casa. Me bajé el pantalón, me senté en el retrete y escuché unos ruidos raros del otro lado de la pared. Una pared que media con el baño de los hombres y que no llega hasta el techo. Lo que siempre me intimidó, pero me adapté. De todas maneras, ese día no eran los ruidos de siempre, entonces incliné mi cabeza hacia arriba y de pronto vi un celular me estaba filmando.
Fue un segundo en que no pude determinar si lo que estaba viviendo era real. Me vestí muy rápido, despotricando insultos y corrí hacia el otro lado para ver quién era. Y resultó ser quien me imaginé. Un compañero que varias veces me había dicho cosas, esas cosas que las mujeres naturalizamos: que era linda, que le gustaba... hacía observaciones sobre mi ropa, mi pelo y me invitaba a salir. Sin embargo, con amabilidad, yo le sonreía y le decía que no me interesaban sus galanterías. Pensaba que era un pesado y nada más. Mis hijas adolescentes me enseñaron que no está bueno que un hombre decida si nosotras tenemos que recibir su visto bueno. "¿Quién se los pide?", me dicen.
Pero mi compañero, un hombre de mi edad, ya se había animado a dar un paso más. Me había filmado adentro del baño, en una fábrica aislada en la que muchas veces yo me encontraba sola. Cuando corrí para comprobar quién era, estaba lavándose, con el torso descubierto. Y me dijo en un tono socarrón que era una broma, que estaba probando su celular nuevo y que ya mismo lo borraba. Que por favor no lo contara.
Enfurecida, corrí a decírselo a nuestro jefe, esperando una reacción, una protección. Pero eso no ocurrió. Se quedó atónito y me preguntó: ¿qué hacemos? Como si fuera mi responsabilidad. Yo me encontraba tan abrumada que lo primero que le balbuceé fue: no sé, no lo eches. Sin saber que ahí empezaba mi calvario.
El depravado es tan impune que le confesó lo que me había hecho. No me olvido más, le decía: ‘No te preocupes que yo la voy a cuidar, porque ella me interesa’. Y mi empleador-primo seguía sin reaccionar. Sólo atinó a decirle: ‘al menos pedile disculpas’.
Era evidente que esa era una solución fácil. Total, la cuestión había sido ‘una pendejada’ y ahí se acabaría la historia. Y yo me fui a casa atontada, sin saber si era grave lo que había pasado. Hasta dudé de contarlo en casa. Pero de una cosa sí estaba segura: no me hacía ninguna gracia tener que cruzarme a ese tipo en la fábrica nuevamente. Me daba miedo. Y ese miedo no podía esconderlo ni evitarlo.
Finalmente lo conté. Tanto mis seres queridos como mi psicólogo se escandalizaron y me hicieron entrar en razón. No podía seguir trabajando así. Algo tenía que cambiar. Un par de días después, llamé a mi primo y le dije lo que sentía. La respuesta fue que la decisión era no echar a mi compañero porque tiene un oficio especial que nadie más puede cubrir. Le pedí otras cosas a cambio: que me saque de ese lugar, que lo haga venir en horarios en los que yo no me encontraba en la oficina, etc.
La respuesta siempre fue “no”. Y su tono ya empezó a crisparse. La única solución que me proponía era tapar el hueco y colocar una llave en la puerta de mi oficina. Algo sin sentido ya que entraba y salía mucha gente de allí. Incluso yo misma debía ir a la fábrica a buscar cosas. Pero por el momento me tendría que conformar.
Convencida por mis padres hablé con un abogado. No le dio importancia, no tenía sentido hacer nada. ¿Qué iba hacer? ¿Una denuncia? ¿Bajo qué figura? A lo sumo, debía exigirle más seguridad a mi primo empleador. Esa llamada me derrumbó. Ahora si sentía que nada ni nadie podría cuidarme.
Llegó el día en que tuve que volver a la oficina y, por supuesto, no estaba la llave en la puerta, ni se había tapado el hueco del baño. Y este señor, al llegar, lo primero que hizo fue desnudar su torso frente a mí de forma desafiante. Aunque él siempre trabajaba semidesnudo, después de lo que había pasado no había manera de naturalizar eso. Su mensaje era que iba a hacer lo que se le antojara porque total nadie lo había reprendido por sus actos. Ese día me angustié mucho más. Mi pequeña venganza fue contar a todos en la oficina lo que me había pasado. Mis compañeras estaban indignadas.
Al siguiente día de trabajo, al ver que mi compañero no estaba, me quedé más tranquila. Pero me llamó la atención la frialdad y la cara amarga que tenía mi primo cuando me saludó. Luego nos llamó a una reunión a ‘todas las mujeres’. Allí volvió a repetir las mismas palabras y nos advirtió que ya no aceptaría más radio pasillo en la empresa. Yo discutí sin faltarle el respeto pero estaba muy enojada. Mis compañeras... bueno... trataban de pacificar los ánimos y, una, hasta me ofreció reemplazarme, total “no tendría problema en darle un palazo si se le acercaba”. Sus gestos amables no hacían más que subrayar mi lugar de irritada, como mínimo.
Pero mi patrón finalmente dijo que no quería que hablara más del tema o iba a tener consecuencias. Le consulté si estaba amenazando con despedirme (realmente no lo podía creer) y me dijo que no era una amenaza sino una advertencia. Y como ejemplo me contó que una vez se atrevió a despedir a su madre de la oficina.
Luego de discutir dos horas me fui devastada a mi casa. Las opciones eran callarme y seguir cruzándome al pervertido o quedarme sin trabajo. Me faltaba el aire. No podía pensar en quedarme sin sueldo, pero lo otro me parecía una tortura mayor.
Por suerte me contacté con una abogada que mostró otra mirada del asunto, lo cual era más tranquilizador. Ahora sí me animaba a decir con todas las letras que lo que mi compañero había hecho era un delito. Incluso, me mostró un caso en el que un agente de tránsito había filmado a sus compañeras en el baño. Ese hombre se ganó una medida de restricción, fue despedido y le prohibieron desempeñar otro cargo público.
Mi abogada, así como mis afectos, me pedían encarecidamente que hiciera la denuncia. Pero yo tenía miedo. Se me cruzaban muchas ideas. ¿Y si se enardecía más el depravado? ¿Y si era peor el remedio que la enfermedad? ¿Y si mi primo se enojaba porque yo no abandonaba el tema?
Pasé varias noches sin dormir y con mi psicólogo llegamos a la conclusión de que en ese estado de estrés yo no podía ir a la oficina. Presenté un certificado y me ofrecí para hacer cualquier tipo de actividad desde mi hogar. Pero a partir de ese momento ninguno de mis parientes empleadores se comunicó más conmigo. Me cerraron las puertas de todo. Ni siquiera intentaron arreglar las cosas. Frialdad absoluta.
Finalmente, me convencí de hacer la denuncia y llamé al 144 para que me guiaran. Me contactaron con el Centro de Justicia de la Mujer, donde me atendieron muy amablemente y hasta me ofrecieron un remise para ir a denunciar. En el camino se subió una chica que iba al mismo lugar porque su hermano cada tanto la molía a palos, y ya estaba cansada. Yo tenía una mezcla de sensaciones: por un lado, nunca me hubiera imaginado en esa situación y, por el otro, me sentía culpable de estar ocupando ese espacio, al lado de alguien que la estaba pasando mucho peor.
Al llegar, luego de tomarme los datos, y otra vez contar mi historia, se acercó una chica que, no recuerdo bien su cargo, vino a decirme que en realidad no valía mucho la pena denunciar allí, ya que se trataba de una denuncia penal... que era mejor hacerlo por el ámbito laboral. Eso me volvió a marear, pero por suerte recordé que mi abogada me había insistido que era importante hacerla. Así que la hice.
A los pocos días me llamaron para que fuera a una revisación en la ART. Allí, me atendió una médica de guardia que no entendía qué tenía que ver lo que me había pasado con ellos. Le pregunté si se tendría en cuenta mi mal estado psicológico y con un gesto de contrariedad me dijo que pediría una interconsulta con un psiquiatra. Pero que me fuera a casa.
Al día siguiente ya estaba recibiendo un telegrama con el rechazo, tanto de la interconsulta como del siniestro. Debo decir que no me sorprendió. Sin embargo, ese mismo día sonó mi teléfono y un auditor me pedía que le contara ‘nuevamente’ mi historia. Pareció escucharme interesado y me dijo que el caso no tenía por qué rechazarse. Enseguida enviaría un informe para lo cual le tuve que pasar mucha información. Una buena noticia en medio de tanta desolación.
Pero las cosas siguieron complicadas.
Si bien el acosador tuvo la audiencia en la Fiscalía y declaró que me había filmado, la decisión fue la siguiente. Me otorgaban la medida de restricción de acercamiento que yo había pedido, pero, como ya habían acordado con mi empleador que yo trabajaría en otro piso (cosa que anteriormente me había negado), no había problema. Además, le habían dictado una probation para que el acusado efectuara, de manera online un curso con perspectiva de género.
No cabía en mi cuerpo la indignación. La fiscalía decidió que yo puedo ir igual a trabajar, cuando ya está demostrado que a mi empleador no le interesa cuidarme. Una empresa chica en la que es prácticamente seguro cruzarme al tipo a quien, además, denuncié. Me pareció escandaloso. Pero qué iba a pretender yo si a esa altura veía cómo se habían tratado casos muchísimo peores, como el de Úrsula o el de Guadalupe. Es obvio que a nadie le importa realmente mi seguridad, ni la de ninguna mujer.
Ante mi indignación, la secretaria que se comunicó conmigo sólo atinó a decirme que, de todas formas, si mi compañero se acercaba era sólo bajo estricto trato laboral. ¡Qué increíble! Como si antes del hecho la consigna hubiera sido otra. Como si esa misma persona que no tenía ningún tipo de reparos, que me había filmado siendo la prima del dueño y estando él presente en la empresa, milagrosamente fuera a contenerse.
Lo que sigue es todo muy triste... A la ART no le importó ni siquiera el informe del auditor, al que contacté y no tuvo respuesta. Mi primo empleador dejó de pagarme el sueldo y me envió un telegrama para que me evaluara un médico laboral mediante tres entrevistas para ver si mi estado mental me permite ir a trabajar normalmente.
¿Cuál fue en definitiva el castigo de la persona que desencadenó todo? ¿El curso de género? Algo que no tendría por qué ser un castigo y que debería hacer toda la población... ¿A quién le interesa mi seguridad?
El mensaje es muy clarito para nosotras. A mi compañero no le hicieron pagar nada, ni la empresa, ni el Estado. Sigue en su trabajo cobrando un sueldo digno. Y yo, por reclamar, me quedé sin empleo. Es obvio que nos quieren calladitas.