En un año ni muy lejano ni muy cercano, ocurrió en La Plata un hecho que estremeció a varios: algunos de los esqueletos exhibidos en el suntuoso y centenario museo ubicado en el corazón del bosque local comenzaron a moverse. Le atribuyen este fenómeno paranormal a una suerte de rayo que cayó por Neuquén mientras una comunidad tehuelche realizaba un ritual al aire libre.
¿Qué tiene que ver la Patagonia, repleta de resabios indígenas y fósiles dinosaurios, con la capital bonaerense, marcada por el urbanismo europeo y las señales masónicas? La respuesta estaba en el mismo museo: ahí fueron alojados una docena de aborígenes capturados en la mal llamada Conquista del Desierto (que en todo caso fue un genocidio, y no precisamente en un desierto). De día, los tehuelches eran reducidos a la servidumbre, y por las noches dormían hacinados en los sótanos de un lugar aún en construcción.
La mayoría de ellos murió en 1887, un año antes de la inauguración del Museo de La Plata. Y si bien nunca se determinaron las causas, sus huesos fueron exhibidos como piezas de colección junto a los de animales. El rayo que cayó directo a la toldería patagónica conectó no solo con las ancestrales osamentas tehuelches en La Plata, sino también con las de algunos cuadrúpedos en exposición. Y así salieron en tropel a galopar por las diagonales de las calles cuadriculadas mientras la policía intentaba organizarse en patrullas represivas.
Pero así como la naturaleza hizo de la ciencia ficción un relato verosímil, la misma naturaleza dio por terminada la historia: debajo de la calle 51 brotó un manantial que agrietó La Plata en su mismísimo eje fundacional, tragándose a los indígenas, los fósiles animales y las fuerzas policiales, pero también todos los sitios históricos y revelantes que merodean la avenida central.
Así, el agua subterránea fue devorándose el Bosque desde su acceso por Plaza Almirante Brown, el Colegio Nacional (donde estudiaban algunas de las víctimas de la Noche de los Lápices), la Facultad de Odontología, el Teatro Argentino, el Museo de Arte y Memoria, la Gobernación, el Museo Dardo Rocha, el Parque Vucetich. Y, por supuesto, la Plaza Moreno junto a la Municipalidad y su Catedral: el mismísimo epicentro de La Plata sucumbía ante este desastre cósmico y metereológico.
Rocambole ya se había tomado la licencia artística de incendiar el emblemático templo neogótico en el sobre interno de Oktubre, donde entre multitudes marchando de regreso a alguna revolución y el esclavo jalando de una cadena se cuela sobre fondo negro la iglesia platense en llamas. Una noche de cristal que se hace añicos solo advertible para ojos ciegos bien abiertos: el disco angular de Los Redondos es algo más que Jijiji. Al pogo más grande del mundo le correspondía una herejía a su altura.
Al Mono Cohen se le ocurrió esta historia en su época de Bellas Artes, facultad platense en la que estudió, fue profe y hasta vicerrector mucho antes de que un decreto la rebautizara Facultad de Artes, a secas. La idea del rayo y la grieta en el centro de La Plata la desarrolló junto a unos alumnos: "Fue una historieta que pensé como un guión cinematográfico", recuerda Rocambole.
"Era una animación que íbamos a hacer con dos alumnos míos, junto a quienes ya habíamos hecho algunos trabajos para presentaciones de Los Redondos. Ahí salió esa historia en donde aparece ese rayo que se expande en forma de onda magnética, le da vida a indígenas y animales y provoca una la grieta como maldición", desarrolla. En efecto, en la vida real los huesos de aquellos tehuelches eran motivo de polémicas y reclamos de parte de grupos aborígenes que exigían la restitución de los restos para sepultarlos en la Patagonia bajo sus propios rituales.
La disputa comenzó en los '80 y fue larga y honda, hasta que en 2001 se sancionó la ley que obligó a los museos a restituirle a las comunidades originarias todos los huesos que tuvieran exhibidos o depositados. Los del cacique Inacayal (principal referente de aquellos doce tehuelches encerrados vivos y también muertos en el Museo de La Plata) están ahora en un mauseleo especialmente erigido a su memoria en la localidad chubutense de Tecka.
La sal no sala
Pero la historia de Rocambole y sus alumnos de Bellas Artes tiene otro elemento que también forma parte del frondoso inventario de enigmas y misterios platenses: el agua salada que, efectivamente, circula por debajo de la ciudad. Una curiosidad que desvela a biólogos, geógrafos y becarios varios. ¿Cómo aparecen esos niveles de salinidad en un lugar que está frente al Río de la Plata, rodeado de arroyos y construido encima de bañados? "La Plata está sobre un mar subterráneo", asegura el Mono. "Un mar de agua salada", agrega.
"En algún momento han hecho algunas perforaciones en cercanías de La Plata y ha brotado agua salada. Por ejemplo, por la zona del aeroclub. O cuando se hicieron las excavaciones para los subsuelos en el edificio del Teatro Argentino, y en el último de ellos debieron que usas bombas para extraerla", narra el artista plástico, quien prefiere definirse como dibujante. "Por eso muchas veces imaginé esta historia en la que la ciudad se rajaba en dos y los edificios emblemáticos caían por esa grieta hacia un mar de que los devoraba todos."
La película nunca llegó a concretarse. Aunque el tiempo hizo que la realidad se acercara bastante a la ficción. Así, por ejemplo, empezó a advertirse salinidad en las aguas de las periferias de La Plata. Como en la Isla Paulino, de Berisso, o en algunas casas de Gonnet, cerca de la República de los Niños. Incluso varios habitantes del cuadrado platense rezongan porque las cañerías acumulan sarro, un rasgo característico de las ciudades costeras.
Un estudio del departamento de Geografía de la Facultad de Humanidades de la UNLP explica que hay aguas subterráneas de alta salinidad en la zona a causa de intrusiones marinas en el Cuaternario, hace 3 millones de años. Pero también hay motivos más recientes y más humanos, ninguno beneficioso para quienes acostumbran tomar agua de la canilla. Historias reales que saltan las viñetas y se vuelven parte del día a día.