Creo que me excedí, es verdad, pero primero quiero contarles la historia para que ustedes saquen sus conclusiones. Soy matemático. Estaba aquella noche tratando de resolver un problema muy complicado. Básicamente intentaba demostrar que uno más uno puede ser tres. Yo sé que les puede parecer absurdo pero en las matemáticas si uno se apoya en ciertas lógicas se pueden demostrar cosas muy extrañas. Bueno, estaba yo rompiéndome los sesos con ese teorema cuando escuché gritar a mis vecinos. Vivo en un departamento, en un cuarto piso, y mi balcón se encuentra cercano al balcón del departamento de al lado. Es sólo necesario un poco de fuerza para pasar de un lado al otro. Yo estaba en la mesa del comedor, con el ventanal abierto, y me llegaron los gritos de la pareja de al lado. Los escuché como se escucha un punzón metálico raspando un vidrio en el silencio de una noche matemática. Y si no saben cómo es una noche matemática es como la noche de un astrónomo. Pero me sucedió algo raro, mientras mi lápiz se mantuvo en suspenso sobre los números, sentí como si una parte de mí se trasladara al departamento de al lado. En cada grito, era una discusión, sentía como si pudiera verlos, sentirlos, los gritos me rasguñaban, me estrujaban, me laceraban. Fue espantoso, al principio escuchaba los gritos pero no entendía lo que decían, después escuché unos insultos, y algo que reventó contra la pared.

Intenté continuar con el teorema pero los gritos me dolían en el cuerpo. Hay cosas que no me puedo perdonar. Mezquindades. Egoísmos. Si pudiera volver el tiempo atrás. Pero no puedo y ella se fue. Se fue y mi casa fue una guerra nuclear antes de que ella se fuera. Y se fue y se llevó tantas cosas consigo. A veces siento que me empecino en pasar las noches descifrando teoremas porque no me quedó nada más. Pero bueno, en eso estaba cuando escuché a la pareja de los vecinos gritarse de todo. No lo soporté más. Salí al balcón y les arrojé un tomo de Las mil y una noches. En un momento los tipos hicieron silencio pero después siguieron. Siguieron como agudizados. Cada uno de los insultos que se gritaban me desgarraban por dentro. Me acurruqué como alguien que es golpeado sin piedad. Si pudiera volver el tiempo atrás, pedir perdón. Pero no. Ella se fue. En un momento sentí náuseas. Ellos seguían gritándose cosas. Yo no entendía como podían seguir esa escalada de agresiones sin fin aparente. O sí los entendía, y eso era lo peor de todo, tal vez no entenderlos, pero sí saber que eso era posible, esa violencia sin límites era posible. Agarré una radio que tengo sobre el modular y se las arrojé por el balcón. Otra vez hicieron silencio, pero como si algo corrosivo, viscoso y pegajoso los obligara a continuar, siguieron agrediéndose, y a mí que me dolía hasta el alma. Caí al piso y me retorcía de dolor, mi músculos se acalambraban y parecía yo estar convulsionando o poseído por alguna fuerza extraña. De pronto pude ver un florero reventarse contra la pared y una mujer llorar desconsoladamente. Entonces fue que me excedí, es verdad, pero tal vez podrán usted entenderme. Como un loco sin correa abrí uno de los cajones de mi habitación y saqué mi revolver. Salí al balcón, el fresco de la noche me pegó una cachetada, ellos seguían gritándose cualquier cosa. Salté a su balcón y me vieron. Estaban uno frente al otro, se quedaron estupefactos, congelados en gestos de amenaza mutua. Me vieron y apenas perceptiblemente los vi acercarse el uno al otro. Corrí el ventanal de vidrio y me metí en su comedor. Ellos estaban por fin mudos. Uno de ellos habló, me preguntó algo, qué quería yo, eso me preguntó, qué me pasaba, y les dije que quería que se abrazaran o les iba a volar las tapas de los sesos a los dos.

--¡Un abrazo fuerte! --les ordené.

Sé que estaban furiosos pero el terror los hizo abrazarse. Sus semblantes estaban deformados. Pánico. Estaban aterrorizados. Yo me sentí pleno. Les dije que se arrodillaran. Estremecidos lo hicieron. Me acerqué unos pasos. Apunté al tipo, le dije que le pidiera perdón a la mujer. Lo hizo. Después la obligué a ella a hacer lo mismo. Les temblaba la voz pero se pidieron perdón. Me acerqué hasta ellos y apunté en la cabeza al tipo. Le dije a ella que le jurara a él que nunca más iban a agredirse de ese modo. Después apunté a la cabeza de ella e hice lo mismo. Una satisfacción me recorría el cuerpo. En un momento, como un destello mental, pensé en volarme la tapa de los sesos yo mismo en ese lugar y hubiera sido una justicia completa, pero no, me retiré unos metros hacia atrás y sé que me excedí, lo sé, apunté y disparé y le di en el tobillo al tipo. Sé que me excedí, tal vez sepan usted comprenderme, cuando uno está muy arrepentido de ciertas cosas, esas cosas a uno lo persiguen de por vida, lastimándolo por dentro, cada segundo, y ni siquiera un teorema matemático puede salvarnos de ciertos remordimientos. Sé que me excedí. El disparo llamó la atención de los vecinos, y llamaron a la policía, y llegó la policía, y ocurrieron muchas cosas, pero yo no terminé en cana sino en un manicomio, por mis antecedentes psiquiátricos, tuve algunos altibajos en la vida, en fin, acá estoy, garabateando este cuento bajo un árbol en el patio de un manicomio. Algo me dice que se hizo justicia.

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