El crimen obsceno y mediatizado de Emanuel Balbo, el hincha de Belgrano, encuadra en una definición del sociólogo portugués Boaventura De Sousa Santos, aunque no sea exactamente la que propone su creador: el fascismo social. La imagen del joven que yacía con muerte cerebral en una escalera del estadio Mario Alberto Kempes tuvo un aditamento macabro. Decenas de energúmenos de su mismo equipo cantaban alrededor de su cuerpo caído y descalzo “el que no salta es de la T…”. La escena es una de las más crueles que contiene la extensa lista de muertes ocurridas en el fútbol argentino desde 1922 a la fecha. Suman 318.
El asesinato de Balbo es el último que se había anunciado cuando se produjo el anteúltimo. El del técnico de futsal Fernando Cucusa Pereiras. Se preguntará: ¿pero si sucedió en otro deporte? No importa, su matriz es la misma. Y anticipamos o intuimos todos que se avecinaba otro crimen, porque la lógica de la violencia es circular. Está naturalizada. No tiene remedio porque la vida del otro no vale nada, cuando a menudo no vale la vida propia. El fútbol en su entorno multitudinario expresa con justeza y muy seguido aquella definición de De Sousa Santos. En una cancha, el otro, el que viste colores diferentes, alienta a un equipo diferente o se expresa de modo diferente cuando hay un gol, es un enemigo al que se debe extirpar como un tumor maligno. En medio de esa marea de conductas enceguecidas por un odio ritual, el límite entre la vida y la muerte suele ser muy finito, imperceptible. Basta que salte una pequeña chispa. Una invitación a agredir al otro, como le sucedió al infortunado Emanuel, un chico de 22 años al que se señaló como hincha de un equipo del que no era. No hay manera de revertir –y menos como por arte de magia– el fascismo social que se percibe en cada hecho cotidiano. En el ninguneo de quienes gobiernan, reprimen, esquilman. En la prepotencia del capital a la que se refiere el pensador portugués. En los femicidios cada 18 horas. En el tránsito y sus muertes evitables o un espectáculo masivo como el fútbol. Ni siquiera alcanza con el optimismo de la voluntad del que nos hablaba Gramsci para resolver el problema. Porque el problema está en nosotros. Instalado como un racimo de bombas que explotan todos los días y por todas partes.