En la infinita oscuridad, el monstruo de un millón de ojos acecha al niño. Lo estudia para saberle las fantasías y ensaya una imaginería de sustos para conocer la escala de sus miedos; le guiña su omnipotencia y se ríe con jadeo de bestia para burlarse y disminuirlo en sus terrores. El niño prueba el conjuro inútil de apretar los párpados y así, el monstruo se afirma en su presencia y aprovecha para acercarse un poco más. No lo toca, pero su imaginación siente en la angustia la tibieza repugnante de su aliento. De repente le susurra con voz de viento, le vaticina con precisión de espanto que se hará realidad todo aquello que le abruma el alma. Para que la sumisión tenebrosa que tiene por propósito sea perfecta le silba por una hendija de ventana una melodía espeluznante. Estrujado, el niño trata de contener los gemidos involuntarios como hipos, pero es inútil: el monstruo ya sabe todo de él, le huele el miedo en éxtasis, como si se tratase de un manjar en la inminencia del banquete. Le cuenta los latidos que se escuchan como timbales y lo domina con un hechizo que no le permite levantarse; y si se lo permitiera -piensa-, es porque le ha tendido una trampa. El niño sospecha que el monstruo ha urdido desatarle el amarre invisible con que lo sujeta para tentarlo de correr hacia el interruptor de la luz y devorárselo de un solo viscoso bocado. El niño no puede evitar la respiración entrecortada y se tapa con sábanas y frazadas hasta la cabeza. Se siente más seguro así y, a la vez, acorralado en todas las decisiones que no se atreve a tomar. Bajo esa frágil caverna lo tensa la comprensión pavorosa de estar en el vientre de las sombras. De pronto se alarma con la posibilidad de que el monstruo pueda aprovechar esa envoltura errónea para devorarlo con sábanas y todo. El recurso efectivo es la luz, pero como el interruptor está lejos, su opción menos arriesgada es resistir hasta que amanezca. El niño se dice y contradice, piensa y repiensa ideas que lo reducen a una inseguridad paralizante. En su cabeza las marchas y contramarchas lo extenúan, pero no logran dormirlo. Dormirse también es un recurso salvador, pero ¿cómo?, el monstruo le ha hecho creer que su presencia es un insomnio para siempre. Todo el tiempo ha tenido a la mano la solución del más simple recurso, como un hacha contra incendios a la que puede acceder con la sola rotura del vidrio; sin embargo, no se atreve a gritar, siente un ahogo que le impide articular la boca para pedir a sus padres que vengan en su auxilio. Ellos podrían encender la luz, esfumar así al monstruo instantáneamente, y quedarse a acompañarlo hasta que logre el sueño. De repente, todo se hace silencio sólido fuera de ese útero de tela. Contiene la respiración para escuchar mejor e intuye que esa nada es una treta. Sabe que el monstruo obliga a andar en puntas de pie a todos los ruidos que existen para crear un silencio que emula su ausencia. Consternado, suspira hondo y menea la cabeza frente al diario del que desayuna horrores. Después se queda inmóvil, con la cabeza gacha sostenida por sus puños sobre las sienes mirando el panorama desolador de la hecatombe que desparraman las noticias. Por un momento no sabe bien qué hacer. Se toma un tiempo que dura toda la tragedia de la Historia. Acaso se quede allí sin intentar más que su resignación y espere a que amanezca quien sabe cuándo; o quizás asuma crecer, encender la luz de la razón y discernir monstruos de mentira que no son invencibles, y mucho menos para siempre.