Bandoneón
Astor Piazzolla decía que dentro de los bandoneones Doble A, los mejores eran los seriados entre los números 20.000 y el 25.000. Decía eso, que no se sabe si es cierto, y también decía que el bandoneón podría convertirse en una pieza de museo. En 1972 escribió "Tristezas de un Doble A", con una primera parte improvisada por el fueye. Raro para Piazzolla, tan cercano a la partitura, tan específico y programado. Cada músico con su parte escrita por Piazzolla. Sin embargo, en "Tristezas…" se largó al ruedo él solo: un tango a pura intuición, a puro presente absoluto: improvisar, abandonar la hoja y el pentagrama y permitir que lleguen los otros, los que él quiere y recuerda. Tocar como tocaba Laurenz, como Troilo, como Pedro Maffia, como Federico. Hacerse dueño de esas vidas. Un bacanal de bandoneones Doble A puesto en los dedos largos de Piazzolla, improvisado por Piazzolla. Hasta que la orquesta se acoplaba y la improvisación se acababa.
Improvisar era del jazz, del rock, no del tango. El tango tenía variaciones, no se improvisaba. Hasta la llegada de Piazzolla. En ese punto, cuando el tango improvisó, se volvió feroz. Eso es "Tristezas de un Doble A": el aullido de un salvaje. “Es casi inconsciente. No tenés más que pasearte por las imágenes de los diferentes bandoneonistas; cerrás los ojos y te dejás ir, y de pronto… estás improvisando la manera de octavar de Troilo”. Piazzolla en trance, como en un hechizo, se dejaba ir y por un momento él mismo era Troilo.
Troilo. Qué cosa Troilo: decía que dentro de su bandoneón, justo dentro de su jaula Doble A, estaba lleno de pájaros.
Amor
Las formas para amar son infinitas. Nadie sabe por qué razón el deseo se expande en la vida de otro, se alimenta, se descubre otro mundo siendo el mismo. Se multiplica. El azar hace su parte al reunir entre sí a dos que antes no se conocían. ¿Por qué con uno sí y con otro no? La elección tiene razones siempre escasas, muy escasas. Amar es a pesar de uno mismo. Por eso no es uno el que elije sino otro. ¿Quién? No importa. Lo que sí importa en el amor es que es más cierto el arrebato que el cálculo, más la incertidumbre que las sumas de la razón.
Horacio Ferrer y Astor Piazzolla se conocieron en 1955 en Montevideo y no se separaron más. Un amor sonoro, de música y de versos, de conquista sobre un nuevo estado de cosas. Ferrer y Piazzolla se obstinaron en inventarle una mañana al tango, de hacerlo vanguardia a contrapelo de muchos. Piazzolla fue la gesta y Ferrer el orador. Así se amaron, no como el complemento de uno con otro sino en la misma barricada, con la misma visión y el mismo amor por el tango, ese tango.
Dinamita
La música de Piazzolla era insoportable para el tango clásico, pero adecuada para la vida de los días nuevos en 1960. Una vida de novedad y vanguardia. Era vanguardia la minifalda, el Museo de Arte Moderno, la bossa nova, el pelo largo, lo que ocurría en el Di Tella. El ácido lisérgico y los happenings. Piazzolla llegó de París con los tangos "Picasso" y "Marrón y azul" (los colores de Georges Braque). Ya había escrito "Lo que vendrá", una proclama de futuro necesario. Porque lo que había del tango estaba vencido. ¿Qué había? Había monotonía y retaguardia permanente de lo ya sabido. La vanguardia revolvía los cajones y no encontraba nada. Abría las puertas y era lo mismo de siempre: una lágrima, el rencor, la voz eterna de Gardel, la necesidad de muchos de embalsamarse en los años '40. Piazzolla se incomodó de tanto pasado, de tanto reclamo por quienes lo rechazaban. Exige: tres minutos con la realidad. Por lo menos tres minutos. Tango progresivo, tango modernos. “Tengo una carga de dinamita en cada mano”, dijo.
Dos
Dos son ellos dos. Son dos acorazados. Dos fortificaciones hechas con imágenes de pensamientos diferentes: Troilo es de noche y Piazzolla de mañana. Troilo es Luna, escolaso, cielo gris, pérdida y sacramento. Piazzolla es inquietud, novedad, ambición, exactitud, disciplina. Universos desiguales y contiguos: el bandoneón como una articulación necesaria y a la vez compartida. Una misma boca para los dos: la necesidad del tango, esa nostalgia aumentada que es el tango. Hasta que la tripa tiemble, hasta que la tripa sude, se instale en el corazón y ya no salga más. Nadie escapa del tango cuando el tango es león que ruge y muerde. La boca del bandoneón es esa boca, la del acorazado blindado y fuerte, máquinas de guerra que imponen su propia obra. Troilo, el de las notas como lágrimas, la fortaleza de la repetición y la llegada a todos; Piazzolla ilimitado: el tango para siempre.
En 1965 murió Alfredo Gobbi. Se murió el tango todo junto, eso parecía. Troilo le había escrito un año antes "Milonguero triste", con Gobbi caminando por la calle y el viento en contra. Piazzolla escribió "Retrato de Alfredo Gobbi" y dijo: “Alfredo fue el padre de todos nosotros”. Gobbi era esa misma boca para los dos, la conjunción de lo que había sido y lo que llegaba. La continuidad era cierta, el tango no se terminaba así como así.
Laboratorio
No deja de llamar la atención el vértigo con el que el tango canción fue perdiendo altura desde mediados de los '50. La caída del gobierno de Perón indicaba, de manera arbitraria, un antes y un después. Antes: el oro del tango, la amalgama entre afecto y política, la calle ocupada. Después: los fusiles, el rock, la palabra desarrollo.
Piazzolla era una vida con otro horizonte, con otra piel musical. Imposible volver atrás: el Octeto Buenos Aires era una declaración de guerra. Demasiado violento. Piazzolla no comandaba una revolución, él mismo era la revolución. No le hacía falta más que su propio convencimiento. Veía el pasado, lo conocía, aborrecía sus códigos. No era la tradición sino la novedad aquello que sostenía la época. El futuro era innovación, progreso, novedad. Lo que vendrá. El tango canción era puro pasado, fuera de foco, viejo. Después, en los años '60, dominaron los jóvenes. La juventud inauguró un nuevo estado de cosas que desconcertaron a los viejos: qué querían los jóvenes, cómo pensaban, qué hacían. De eso hablaban las revistas: del laboratorio que eran cada uno de los jóvenes en los '60.
El laboratorio era el hábitat de Piazzolla. Y de Tato Pavlovsky, y el Di Tela, y Rómulo Maccio y Julio Le Parc. Y Oscar Massota y Carlos Correas. Y Jorge Álvares. Todos ellos y otros hicieron lo mismo que hizo Piazzolla: abandonar lo que fue y empezar de cero, en otro lado siendo el mismo lado. O sea, romper hacia adentro, permanecer pero queriendo ser otro. Una lucha intestina que se dio en el teatro, en el cine, en la psicología, en la economía, en la política. Y también en el tango.
La discusión de si Piazzolla hace tango o no responde más a la desazón que produjo la caída definitiva del tango canción que a la música que él compuso. Los agravios que recibió, las amenazas, los insultos, fueron las respuestas dolidas y rencorosas de quienes insistían con volver al tango de los '40. Fueron la resistencia, en contra de la revolución que significó la vanguardia.
La obra de Piazzolla es enorme, en música y en deseo. Nunca dejó de estar dentro de un laboratorio, nunca se sintió conforme. Quiso siempre más.
Estuvo 23 meses enfermo antes de morir. Dicen que lloraba de rabia porque no iba a poder seguir tocando el bandoneón.