Ni el notable ingenio de Bioy Casares hubiese barruntado mejor ciertas desdichas de la vejez, a partir de la polémica constitucional argentina en torno a la edad máxima de los jueces nacionales reeditada por el reciente fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación que mereció la publicación en el boletín oficial del último jueves de marzo.
“Todo viejo es el futuro de algún joven ¡De ellos mismos, tal vez! (…) matar a un viejo equivale a suicidarse”, hizo expresar la pluma de Bioy a un médico hospitalario en su novela “Diario de la guerra del cerdo”, que conoció en 1968 de otros títulos provisorios, aunque –en cualquier caso– no arrojaba dudas acerca de quienes eran los cerdos y las guerras de entonces para su autor. Se trata de una alegórica crónica política elaborada exactamente dos décadas después que María Eva Duarte de Perón materializara el pionero mundial “Decálogo de la Ancianidad”, con el respeto y consideración por fin y principio.
Desde aquella ficción profética sobre la vejación y el amedrentamiento padecido por protagonistas ancianos cabe entender que lejos de cualquier senilidad y decrepitud, y con derroche de virtudes, tantas veces no podemos -ni debemos- prescindir de la función invalorable de muchos matusalenes insustituibles. En la situación actual de nuestros magistrados, el insigne integrante de la casación federal Pedro David no demoró en hacer entrega ejemplarmente de su dimisión luego de un desdeñoso apremio burocrático. Horas antes había hecho lo propio el camarista platense “Polo” Schiffrin, quien originó su litigio sostenido en aletargado trámite por un ejecutivo que presurosamente aceptó las renuncias, sin ponderar el mantenimiento en sus cargos mediante un nuevo nombramiento, tal reza la Constitución Nacional. El destino nuevamente pareció unirlos en las amplísimas y honrosas trayectorias: supieron ser expelidos de sus democráticos roles judiciales y desterrados hacia otras latitudes por obra de la masacre institucional y social del último régimen de facto. Aún más simetrías: sendos juristas suscribieron cantidad de los fallos más trascendentes que dignifican a un poder tantas veces lejano a las históricas demandas de la sociedad, muy especialmente en la reparación a las víctimas por crímenes contra la humanidad.
Pero la nómina inaugurada por estos dignatarios puede ser engrosada por decenas de colegas en vilo, que en su gran mayoría supieron prodigar su compromiso durante décadas hasta enaltecer la indispensable y –no sin justos motivos– cuestionada labor cotidiana que asumimos.
Por ello, y lejos de cualquier reacción corporativa, quienes aplaudan el frenesí de vacantes que pudiera provocar un abrupto y masivo alejamiento deben asumir que el déficit que se adicionará al más del cuarto existente sólo será cubierto con una planificación adecuada y suficiente que impida el colapso de los tribunales para así satisfacer el permanente reclamo por el resguardo de los derechos. El foro no será igual en ausencia de estos jueces y juezas y –sin defecto de pesimismo– es razonable conjeturar que la partida seguramente no devendrá para mejor. Ojalá el repaso de la suerte de Isidoro Vidal permita aventurar distinto anhelo, porque mal que le pese al fanático de cualquier cruzada nunca la más estrecha realidad puede superar la mejor ficción literaria.
* Juez y profesor titular UBA / UNLP.