Un buen día, hacia finales de 1978, alguien tuvo la idea de pegarle un tomatazo simbólico a John Travolta. Y, por extensión, a los hermanos Gibb, responsables de construir la espina dorsal de la banda de sonido de Fiebre de sábado por la noche. Para muchos, todavía hoy (¡ay de los prejuicios!, ¡ay del desconocimiento!), The Bee Gees sigue siendo sinónimo de música disco. Aunque nunca hayan hecho música disco en un sentido estricto. Aunque esa etapa de una carrera creativa que terminaría atravesando cinco décadas no fue, ni por asomo, el único tono que surgió de sus mentes y cuerdas vocales. La historia del trío de hermanos más famosos de la música pop recibe un homenaje sincero y detallado en The Bee Gees: How Can You Mend a Broken Heart, largometraje documental de Frank Marshall que acaba de sumarse a la oferta de streaming de la plataforma Flow. Un recorrido que cruza océanos y continentes, estilos musicales, peinados y diseños de vestuario, amores y adicciones, éxitos y bajones comerciales y personales. Y muertes, algunas demasiado tempranas. El responsable de películas como Aracnofobia, Congo y la recordada ¡Viven!, retirado a la producción durante muchos años, regresó a la silla del director con este repaso por la vida y obra de Barry, Robin y Maurice Gibb (con apéndices lógicos del hermano menor Andy), un viaje repleto de material de archivo escasamente visto, anécdotas poco conocidas de la grabación de algunos de sus temas más famosos y el recuerdo desde el presente del único sobreviviente de la banda. El film logra también pintar los cambiantes humores del público, de la era beat al apogeo disco y de allí al redescubrimiento en los años 80, describiendo de paso la intolerancia y los límites de la popularidad.
El camino comienza con el ingreso a un recinto donde tendrá lugar un recital privado y las quejas de los Gibb ante la impertinencia de un grupo de camarógrafos y periodistas. De fondo, la inconfundible línea de bajo de Stayin’ Alive, separada del resto de las pistas de grabación del máster original. Y luego, mientras corren los títulos de presentación, la melodía del tema que le presta el nombre al documental, registrada en vivo en un recital en Oakland. El año es 1979, comienzo del fin de la etapa más exitosa de los Bee Gees, el trío inglés que supo morir y renacer de las cenizas no una ni dos sino tres veces. Tal vez algunas más. Para Marshall, entrevistado por la revista Collider, todo el proyecto surge a partir de una conexión personal. “Vengo de una familia musical. Mi padre era compositor, productor y guitarrista de jazz. Y tenía un contrato con Capitol Records, la misma compaña donde terminó The Bees Gees. Hace unos cuatro años, tuve un encuentro con el director de Capitol, Steve Barnett. La empresa acababa de comprar gran parte del material de la banda y quería ver la forma de darle fuerza a ese catálogo. Una de esas formas era filmar un documental. ‘Me encantaría hacerlo’, fue mi respuesta. Creo que hay algo que ocurre con todas las bandas: la gente conoce la música, pero poco y nada sobre sus creadores. Para ser honesto, mucha de la gente con la que hablé considera a The Bee Gees como un peso liviano, pero son todo lo contrario. Cuando uno observa toda la obra, a lo largo de cinco décadas, comprende cuán importantes han sido en la música popular”. La historia comienza en la británica Isla de Man, donde Barry Gibb, nacido en 1946, y los gemelos Maurice (1949-2003) y Robin (1949-2012), pasaron los primeros años de vida, antes de mudarse a la más populosa Manchester. En 1958, sin embargo, la familia entera emigró a Australia, y bajo los auspicios del padre –músico sin demasiado éxito y mánager de sus hijos durante los años seminales– el trío comenzó a tocar en pubs y radios, componiendo temas para otros y para ellos mismos. Durante esos años en la tierra de los canguros, los Gibb lanzaros dos álbumes y once simples, material que les serviría, como afirma Barry en el documental, como el mejor demo para lo que vendría: el regreso en un largo viaje en barco al Reino Unido y el comienzo de una nueva etapa, en los albores de 1967.
How Can You Mend a Broken Heart le dedica los primeros cuarenta minutos a esa primera etapa popular de la banda, conformada en ese entonces por los hermanos, el guitarrista Vince Melouney y el baterista Colin Petersen. El productor Robin Stigwood, responsable también de apoyar a un joven Eric Clapton, fue el encargado de conducir la grabación y gestar la estrategia comercial del primer disco inglés de los recién llegados. Como afirma Barry Gibb en el texto que acompaña la reedición en vinilo de 1st, Horizontal e Idea –grabados y lanzados en el breve lapso de trece meses–, “no esperábamos que ocurriera nada por el estilo. Mucho menos que Stigwood escuchara los demos enviamos por nuestro padre y que de inmediato nos llamara. Apenas habían pasado dos semanas desde que llegamos de Australia”. Las tres B firmaron un acuerdo por cinco años con la segunda cabeza del imperio North End Music Stores (NEMS) fundado por Brian Epstein, el “descubridor” de The Beatles. El resto es leyenda. Y muy cierta: el primer corte del disco, “New York Mining Disaster 1941”, se transformó en un hit instantáneo, punta de lanza de un álbum que incluye gemas como “Holiday”, “Turn of the Century”, “Cucumber Castle” y “To Love Somebody”, esta última escrita originalmente para Otis Redding, poco antes de la muerte del gran cantante de soul. Desde el presente del año 2019, en la ciudad adoptiva de Miami, Barry Gibb afirma a cámara que es muy duro ser la única persona que ha quedado viva de su familia inmediata, antes de afirmar lo esperable: que la historia personal y creativa de los hermanos tuvo, por cada momento de amor y fulgor, instancias de luchas y diferencias. Noel Gallagher, uno de los músicos que participa como invitado para ofrecer reflexiones, aporta algo al respecto, afirmando que nunca es sencilla la colaboración artística entre miembros de una misma familia. Como contrapeso, también declara que los “hermanos que cantan juntos se transforman en un instrumento que no se puede comprar en ningún local de música”. En el caso de los Gibb, la armonía vocal llena de contrapuntos y contrastes, tanto en su etapa más melódica como en aquella marcada por el uso del falsete, logra alcanzar la misma perfección de una precisa sección de vientos, en palabras de Justin Timberlake, otro de los convidados al homenaje.
La fama súbita y el dinero son la anfetamina perfecta para la inflamación de los egos, y los conflictos entre Barry y Robin –con Maurice haciendo las veces de intermediario y portador de la pipa de la paz– derivaron en una separación temprana del trío, a mediados de 1969. La primera “muerte” de The Bee Gees. El documental incluye un fragmento de un recital de Robin Gibb en Nueva Zelanda en el cual el público, iracundo por la presencia de uno solo de los hermanos, comienza a hacer desmanes, a chiflar y a subirse al escenario, interrumpiendo una canción durante sus primeras estrofas. Con diferencia de meses, los tres hermanos Gibb se casaron e intentaron desarrollar una carrera independiente, hasta que las circunstancias y una oferta comercial difícil de rechazar los empujó a reunirse de nuevo. How Can You Mend a Broken Heart despacha rápidamente los cuatro años que van del lanzamiento del álbum Cucumber Castle al de Mr. Natural, un lustro que demostró la capacidad del trío para seguir componiendo éxitos como “Run to Me” y la balada country del título. Un período en el cual, sin embargo, era evidente para propios y ajenos que la popularidad iba en descenso y que, en términos musicales, ya no podía esperarse nada novedoso de la usina trifronte. El consumo un tanto abusivo del alcohol y algunas drogas tampoco fueron de ayuda, según confirma Robin Gibb en una entrevista de archivo, material al cual el documental echa mano de manera recurrente. Para Marshall, el mayor desafío era que “sólo tenía a Barry. Tanto él como yo queríamos que esto fuera una celebración de los hermanos, por lo que tuvimos que rastrear entrevistas de archivo donde alguien le hiciera a Maurice y a Robin, y también a Andy, las mismas preguntas que yo le estaba haciendo a Barry. Cómo crecieron, cómo llegaron a cantar juntos, cómo era el proceso de composición de la música y las letras”. En plena sequía llegó un concejo de Clapton, que acababa de grabar su nuevo disco en Miami, en los Criteria Studios: mudarse a la ciudad soleada, cambiar de aire, probar cosas nuevas. Barry, con 29 años, y los gemelos con 26, se instalaron en la misma casa que había ocupado el ex Cream (cuya dirección le da título a 461 Ocean Boulevard y aparece fotografiada en la portada) y pusieron manos a la obra para reinventarse una vez más. El resultado, Main Course, el decimotercer disco de la banda, es uno de los festines más perfectos de toda su discografía.
De cómo Barry Gibb descubrió, durante las sesiones de grabación de “Nights on Broadway”, que podía cantar en falsete sin pifiar un solo tono. Ese hallazgo, más el ingreso del legendario tecladista Blue Weaver y el aún más mítico productor del sello Atlantic Arif Mardin, derivó en el cambio más radical en el estilo del trío, aunque sin abandonar nunca la obsesión por la melodía. Del sonido beat de la tercera oleada británica a las composiciones fuertemente influenciadas por el funk y el rhythm and blues, además de las baladas sinfónicas que nunca dejarían de acompañar los ritmos bailables. Ese disco de 1975 y Children of the World, lanzado al año siguiente y encabezado por el mega hit “You Should Be Dancing”, pusieron a punto caramelo a los Bee Gees para el siguiente paso: aceptar, como al pasar, la opción de componer dos o tres canciones para la banda de sonido de una película de la cual casi todos esperaban poco y nada: Fiebre de sábado por la noche, de John Badham. El documental describe en detalle la composición de esos himnos compuestos “por encargo” (“How Deep is Your Love”, “Night Fever”, Stayin’ Alive”, “More Than a Woman”) y de cómo la ausencia temporal del baterista devino en la reinvención del loop, de estrategia experimental a modelo a seguir por la industria de allí en más. El inesperado éxito global del film y de la banda sonora –sólo desbancada años después por Thriller como el disco más vendido de la historia– potenciaría también una contramarea que nadie imaginaba, un backslash virulento hacia todo lo que sonara remotamente cercano a la música disco. Para 1977, aquel fenómeno bailable surgido en las entrañas del under, en particular dentro de los marginados grupos gays (mucho faltaba para que la nomenclatura LGBQT entrara en el uso cotidiano) había subido a la superficie mainstream, y muchos veían a The Bee Gees como el exponente máximo y el blanco ideal para los ataques.
How Can You Mend a Broken Heart incluye imágenes del extraño y violento evento convocado por un dj de Chicago que, bajo la consigna “El disco apesta”, reunió en un estadio de beisbol a todos aquellos que quisieran destruir un disco de “esa música”. La versión arrebatada y casi literal del tomatazo argentino. Una auténtica quema de discos, con todo lo que ello conlleva como metáfora histórica. Desde luego que, como recuerda un entonces joven asistente del estadio en cuestión, en la pira terminaron depositadas obras maestras de Stevie Wonder, Isaac Hayes y Curtis Mayfield. En palabras del entrevistado, recordando un público mayoritariamente blanco, “se destruyeron grabaciones que nada tenían que ver con la música disco. Simplemente eran discos de r&b, de soul, de artistas en su mayoría negros”. Mientras tanto, The Bee Gees continuaba de gira promocionando Spirits Having Flown, el último disco realmente exitoso de la banda, al tiempo que apoyaban al hermano menor Andy, cuya carrera había despegado con temas como “I Just Want to be Your Everything” y “Shadow Dancing”. El último tramo del documental de Marshall registra el repliegue del trío en la composición de temas para otros artistas –de Barbra Streisand a Dionne Warwick, de Diana Ross a Dolly Parton y Kenny Rogers, entre otros–, una nueva separación de varios años hasta la reunión de 1987 y la posibilidad de seguir componiendo y ofreciendo recitales en los años 90 y más allá. Y la muerte, claro, que le llegaría a Andy en 1988 –cuando la idea de sumarlo como cuarto integrante de la banda era una ficha segura– y años más tarde, ya en el siglo XXI, a los gemelos. Sobre el final, Barry afirma que le encantaría tenerlos junto a él a cambio de todos los hits que compusieron juntos. La aseveración puede sonar algo exagerada, pero si algo transmite el rostro del músico es sinceridad. El viaje terminó, pero la música queda. Por siempre.