Parte del tiempo que paso en la calle lo invierto encuestando a gente común, a mis pares, a los que caminamos por el llano sin ostentación alguna, a todos aquellos que no pertenecemos al poder económico que nos gobierna. 

Nunca lo tomé como un trabajo, de hecho, nunca trabajé para ninguna encuestadora, no uso formulario impreso con preguntas preparadas, prefiero el factor sorpresa. Rara vez se niegan a contestarme porque no les pido permiso, les devuelvo, en parte, la importancia que tienen sus pensamientos genuinos, aquellos que fueron arrebatados por formadores de opinión escrita, radial o por frivolidades difundidas por famosos panelistas, dueños de una verdad televisiva. 

Me detengo en sus reflexiones, pero sobretodo admiro las erupciones de sus volcanes de sangre. Alguna vez, la silenciosa Ludmila, supo venderle su fuerza de trabajo y su buena educación al dueño del bar al que asistía diariamente a tomar mi desayuno. En una oportunidad, mientras me servía el rutinario pedido, le dije, “no lo interpretes como una noticia policial, imaginate un juego virtual, una secuencia de dibujos animados, ¿jugamos?... Por motivos ajenos a tu voluntad tenés que retirarte antes de tu trabajo, llevas en tu mochila una 38 cargada con una sola bala, al llegar a tu domicilio te encontrás con tu pareja intimando con tu mejor amiga o amigo, antes de gatillar, ¿a quién o a qué cosa le apuntarías?". Sin pensarlo un segundo, mientras apoyaba un diminuto vaso con soda sobre la mesa, me contestó, "a mí". Mi sorpresa fue aún mayor cuando, temblando, me regaló una explicación que jamás le pedí: "Nunca supe amar, sabe...sólo sé sentir. Todos los sentires profundos generan una confusión placentera".

Una caliente mañana de verano un rumor corrió por el barrio con fuerza de viento norte. Ludmila, la piba del bar, esa moza tan calladita y aplicada, ante reiterados malos tratos de su patrón, había arrojado una botella de cerveza, un vaso y la bandeja, en ese orden, sobre la humanidad del propietario. Todos los parroquianos estaban muy sorprendidos con su reacción, todos menos yo. 

La mayoría de los vecinos no sólo ignora que Santos Dumont fue un ingeniero brasileño apodado el padre de la aviación, algunos piensan que fue un pintor francés, otros bautizan a la plazoleta con el nombre de Ulises Dumont, al parecer a nadie le interesa demasiado el asunto, a todos nos alcanza con saber que es el nombre de la plaza más bella de la ciudad, un mirador abierto a amaneceres y lunas llenas, un sitio en el que es difícil no enamorarse de la vida, una "placita" pequeña como un corazón verde que late al compás de la risa de los horneros. Aquellos que la visitamos frecuentemente para contemplar amaneceres, lo hacemos conservando un silencio de misa, nos reconocemos saludándonos con la mirada, intentamos no hablar para no romper la magia. 

Lejos de los Andes, ensayamos un simulacro de un inti raymi de llanura, percibimos subir al eterno detrás de una arcada etrusca entre islas y agua dulce, chorreando rayos de luz. El paisaje nunca es el mismo. El tiempo hecho agua, en ocasiones corre manso y sereno, en otros momentos desaparece bajo una pesada bruma de malos pensamientos que la luz del día se encarga de disipar. Si bien los asistentes, presenciando la maravilla, adquirimos la misma movilidad que el busto del aviador, por dentro somos sacudidos por olas de sensaciones diversas. Haciendo silencio, ¿nos acercaremos a la sabiduría que marcaba Pitágoras, nos sentiremos parte del paisaje, intentaremos desandar un camino de palabras contaminadas o directamente, asomados al precipicio de sentires profundos, seremos dominados por una confusión placentera? 

Los confundidos asistimos en soledad, acompañados circunstancialmente por un mate caliente o un perro fiel, algunas parejas trasnochadas observan el horizonte tomados de la mano. Imposible saber qué siente cada uno. Lo perfecto genera misterio, derrite certezas, engendra dudas. Acechados por la belleza nos sentimos, por un instante, a salvo del hastío, el desencanto y el desamor que dejamos a nuestras espaldas, tal vez sea ese alivio el que nos iguala entre los feligreses de esta fiesta pagana. Cada uno se deja arrastrar por la brisa de su propio deseo, aquella que lo acerca a seres tan lejanos como queridos, a recuerdos imborrables a causas abandonadas en apariencia, pero existe una visión común entre los dumonteros, en algún momento de la ceremonia divisamos la misma bandera en el cielo de Alberdi, la más pura, la primera, la que soñamos con izarla alguna vez en el mástil de la escuela, la enseña que fue creada en estas mismas barrancas. 

Los orígenes de los grandes amores suelen ser confusos y contradictorios. ¿Nuestro emblema habrá sido inspirado en el manto de la virgen, tendrá raíces carlotistas o Belgrano como cualquier mortal habrá sido abrumado por la confusión que genera la divinidad de los amaneceres rosarinos? Por suerte no tuve que ir muy lejos para saber la respuesta. El centro de jubilados "Amigos del Paraná”, funciona en la emblemática casa de calle Chiclana, en donde alguna vez la habitaron las hermanas Cossettini. Cada vez que paso por allí, me detengo para escuchar canciones de amor que interpretan las abuelas con blancas voces. Una mañana sin sol, me dieron la respuesta a coro, "bandera de mi país/ que te caíste del cielo/ canto para decirte / lo mucho que yo te quiero. / Bandera de mi país/ que Belgrano imaginó/ con los colores del cielo/ también te hubiera hecho yo." 

Hace muchos años que dejé de creer en las casualidades. En uno de los últimos amaneceres que tuve la suerte de contemplar desde la explanada, me extrañó verlo a Paulo entre los presentes. Hombre en situación de calle que vaga por la zona desde hace mucho tiempo, camina sin cesar en medio de una nube de delirio místico, hablando sólo, mezclando insultos entre salmos recitados de memoria. No tuve más remedio que encuestarlo, “Paulo, te ruego que no me respondas con frases bíblicas, necesito saber qué pensás, ¿dios existe?". Fiel a su costumbre me contestó con oraciones breves, distanciadas unas de otras por un silencio de humo, "Dios es un gran invento…Hay que usarlo…Le podés pedir lo que quieras." Esa mañana me animé, con la misma fuerza de la inocencia con la que alguna vez le rogué de rodillas a un dios en cautiverio, aquel amanecer le pedí de pie al dios de Spinoza en movimiento, apoyado contra uno de los arcos, imploré por Ludmila, para que no haya tenido que usar el 38, todavía y en caso de que llegara dicho momento, no dude en apuntar al aire antes de gatillar.

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