Los conductos 8 puntos
Francia/Colombia/Brasil, 2020.
Dirección y guion: Camilo Restrepo.
Duración: 70 minutos.
Intérpretes: Luis Felipe Lozano y Fernando Úsaga Huguita.
Estreno en la plataforma Mubi.
¿Qué conductos? Presentado en los festivales de Berlín, San Sebastián y Mar del Plata, el primer largo del colombiano Camilo Restrepo no es uno de respuestas fáciles. Eso es justamente lo que lo hace singular, magnético, nocturno. Los conductos no avanza en forma continua sino a los saltos, dejando grandes superficies sin cubrir entre un salto (un plano) y otro. Los tiempos son ensortijados: nunca es del todo claro si las acciones ocurren en forma sucesiva, simultánea, aislada o por medio de raccontos. Los personajes varían de actividad y hasta de identidad de un plano a otro, y los diálogos son siempre elípticos. Salvo una única escena, el mundo de Los conductos se halla enteramente en sombras, a veces con una linterna como única fuente de luz. Todo hace pensar en la película de Camilo Restrepo como ardua, hermética, difícil de “entender”. Sin embargo se entiende todo. Siempre y cuando uno no pretenda ingresar en ella con la mochila de este mundo: como toda película única, Los conductos construye sus propias reglas, y a partir de ellas funciona como organismo autónomo, de total coherencia interna.
El hilo conductor de Los conductos (con perdón) es un treintañero largo, delgado, barbudo, con aspecto de vagabundo. Efectivamente lo es. Mediante un soliloquio, el hombre anónimo a quien los créditos finales (y la entrevista al director) le dan el nombre de Pinky, cuenta de modo más o menos alusivo que alguna vez perteneció a un grupo de “elegidos”, conducido por “El Padre”. En algún momento Pinky lo sorprendió haciendo algo aberrante, lo ejecutó y huyó. Desde que mató atávicamente al Padre, Pinky vive tan a los saltos como el propio relato, durmiendo en algún edificio abandonado que “el grupo” usaba como escondite y ganándose algunos pesos en un taller de ropa trucha. O en otro que los créditos designan como “taller de llamas”, por la confección de telas con un estampado que evoca el infierno. ¿O el taller de ropa trucha era del “grupo”? Más que eso importa la mecánica de producción en serie, en una máquina de formas significativamente circulares, encerrona a la que Pinky debe ceder si no quiere caer en el delito.
Tal como Restrepo cuenta en la entrevista adjunta, en la confección de Los conductos convergieron básicamente tres fuentes. Una es Pinky, artista callejero que hace de sí mismo. Otra son unos payasos llamados Pernito, Tuerquita y Bebé, que en los años 80 denunciaban por televisión la corrupción de la política colombiana. Y finalmente cierto bandido legendario, a quien la población daba el nombre de Desquite. Con esa materia diversa, Restrepo hace lo mismo que Desquite con los cables de cobre que vende clandestinamente: la enrolla, hasta formar una bola. Los conductos es esa bola: Pinky deviene Tuerquita, y Desquite, Bebé. A veces con el rostro pintado de blanco, viven en la calle, en un bosque o en una especie de submundo que subyacería a la ciudad. En él caen los autos, por el tamaño de los baches de Medellín.
Lo visual y lo auditivo aglutinan esta materia aparentemente dispersa. Filmada en un turbio 16mm, la película de Restrepo se hunde en la noche, en alrededores urbanos que parecen territorio posnuclear. Hay un revólver, un cuerpo baleado y una frase de autoafirmación grabada en la culata del revólver. Hay soliloquios, monólogos y diálogos de tono lírico pero contenido. Hay cosmogonías y profecías en la voz del mítico Desquite. Hay planos de objetos tan brutales como los de Robert Bresson (aunque en este caso parecerían tener más un valor rítmico que de sentido). Hay un poema final tan furioso contra su país como las novelas de Fernando Vallejo. Hay una voluntad de “meter” elementos a presión por parte de Restrepo, como en los cuadros de los que habla en la entrevista, pero también una economía creativa que hace que a Los conductos no le falte ni le sobre un plano.