a Francesca Regoli

El invernadero se alzaba como una catedral en medio del campo de soja.

Cuando pude contarlo, nadie me creyó. Ahora mismo, las teclas y yo dudamos del oficio, si podremos ser fieles en un relato a la aventura de la nube. Sucedió una semana después de que el agua empezara a cotizar en Wall Street. Había salido de madrugada rumbo a Puerto Ruiz, el viaje ya no aceptaba postergaciones, el calor bajaba los niveles de contagio Covid y me largué. Algo más que la curiosidad histórica, algo inexplicable me llevaba a viajar a ese pueblito fundado a orillas del Gualeguay en 1750.

Al cruzar el Paraná, el tiempo parece despojarse de las mentiras de los tiempos verbales y nos impregna de algo de plenitud… Las infinitas gotas de agua de su correntada, las gotas evaporadas y llovidas una y otra vez en todos los rincones del planeta desde mucho antes que algunos animales humanos existieran.

Estaba pensando en todo esto y en esas gotas de agua atrapadas en las geodas por millones de años mientras a los costados de la ruta se mostraban los rastros de los humedales quemados. El ecocidio fomentado por esa organización ¿espontánea?, que pareciera estar formada por traficantes de glifosato, personeros de la SRA y agentes del extractivismo inmobiliario. ¿Algún integrante residual de esas logias masónicas que de la mano de Garibaldi llegaron a Montevideo y después al poblado de Rosario? Estaba desvariando en estos brotes cuando “sentí” su presencia: algo o alguien me estaba acompañando. Una presencia casi olvidada y que estaba extrañando.

Entonces la vi, una nube pequeña volaba bajo a la par de nosotros. Como si estuviera atada con un piolín invisible al paragolpes trasero de la compañera Fiorino. Nos acompañaba con desparpajo sonriente y a veces se agitaba, cambiaba de forma, como haciendo señas o intentara expresarnos algo.

¿Algo perdido regresaba?

No había amanecido; ya saliendo de Victoria quise doblar para tomar la ruta hacia el sur. Entonces fue cuando se volvió muy oscura y bajó hasta el asfalto. Tuve que detenerme y salir a la banquina. La nube tenía uno de sus bordes sobre la trompa de la compañera Fiorino. Nunca estuvo quieta, se alejaba unos metros y volvía como si quisiera empujarnos hacia atrás. Tardé unos minutos en comprender que intentaba guiarnos hacia el norte. Y nos dejamos llevar, tomamos la ruta 11 entrerriana hacia Diamante y la nube se volvió blanca al tomar vuelo.

Volaba junto a nosotros con alegría. Amanecía, ella parecía bailar mejor al costado del horizonte marcado por el sol. No habíamos hecho 50 kilómetros cuando vimos un piquete de hombres a caballo cortando la ruta. Ella se ocultó. Nos detuvimos. Eran más de diez, estaban disfrazados de gauchos, todos llevaban banderas argentinas como ponchos. Las celestes y blancas parecían estar manchadas con sangre. Uno de los supuestos gauchos se acercó.

--Buenos días, ¿no ha visto una nube? --me preguntó con soberbia casi militar.

¿Una nube? Me abracé al volante, como para que la Fiorino me alejara de esa pesadilla. Le contesté que no, que el cielo había estado despejado desde el amanecer. Desde la Amarok le hicieron señas de luces, me pidió disculpas y nos dejó seguir.

No había señal de WiFi, no pude llamar a nadie. No me preocupé, sabía que no estábamos solos en el viaje, cuando el piquete feudal ya no se veía por el espejo retrovisor, la nube volvió. Volaba bajito, rozando el sojal, apresurada, a unos cien metros delante nuestro.

Poco después, la nube se detuvo sobre un gran invernadero. Se oscurecía y aclaraba de manera nerviosa. Nos detuvimos, había una tranquera con candado. Dejé a la Fiorino y salté el alambrado.

Corrí al invernadero, tenía una cruz en lo alto. No había nadie, pasé por una entrada de plásticos transparentes superpuestos. Todo impregnado de una limpieza híbrida, unas veintes burbujas de plástico iluminadas por leds tenían cautivas a otras tantas nubes bebés. La nube se apoyó sobre el invernadero, todo se oscureció. Entendí que tenía que hacer algo.

Lo primero que encontré fue una azada, rompí el plástico del frente, después fui quebrando una a una a las burbujas. Las nubecitas salieron coleando y volando hacia su mamá. Estaba liberando a la última, cuando la tierra pareció temblar. Salimos y vi que por el campo venían galopando los disfrazados de gauchos agitando y haciendo algunos disparos. La Amarok negra se acercaba por la ruta a la Fiorino.

La nube no nos dejó solos. Volvió a tornarse oscura y espesa, bajó a la ruta y nos cubrió la huida. Las nubecitas estaban sobre ella. Algunos disfrazados le tiraban boleadoras con bombas de algún gas. Otras nubes aparecieron en el cielo y se empezaron a escuchar truenos.

Las nubes son una de las presencias de la libertad.

(continuará)