Del mismo modo en que proceden los animales o las bacterias, las plantas responden a estímulos “externos” e “internos”. Mientras los primeros se vinculan con la luz, la temperatura, el ataque de un patógeno y los niveles de agua en el suelo; los endógenos, están regulados –puntualmente– por las señales que producen las hormonas. Ambos pueden generar estrés y codifican señales que los vegetales reciben. Sin embargo, el vínculo no es tan simple. Del mismo modo que sucede en el proceso comunicacional de los seres humanos, para que sea factible una señal, siempre habrá que pensar en un receptor. Tal como señala el investigador superior del Conicet Jorge Casal, “se puede trazar una analogía con los semáforos, que solo tienen sentido en la medida en que quien lo observa posee receptores de luz para poder decodificar la información”. El nudo de la cuestión era el siguiente: si bien desde hacía varias décadas, se habían identificado receptores de luz y de hormonas, jamás se había descubierto de manera inequívoca ningún sensor de temperatura.
Desde aquí, un poco de historia. A partir de 1930 ya se podía afirmar que las plantas poseían hormonas vegetales, en muchos aspectos parecidas a las de los seres humanos. Por su parte, en 1950, Harry Borthwick, Sterling Hendricks y sus colaboradores (del Centro de Investigaciones de Beltsville del Departamento de Agricultura, Estados Unidos), habían comprobado la existencia de “fitocromos”: receptores de luz que funcionan como ojos que “informan” a la planta respecto a los cambios de luz a lo largo del día. Pues, bastaba con colocar una maceta cerca de una ventana y observar de qué manera se extendían las ramas en dirección al sol.
Desde el punto de vista molecular, entre 1990 y 2000 (gracias a la adopción de la arabidopsis thaliana como modelo experimental) por intermedio de análisis genéticos, se había logrado clasificar 10 receptores de luz. Utilizados por las plantas para captar las señales en un marco de luminosidad complejo, se comprobó que los empleaban para ajustar su visión de acuerdo a escenarios variables. “El proceso es similar a cuando las personas ingresan en un sótano y al principio no ven nada, aunque luego se adaptan. De este modo, cabe la pregunta: ¿es preferible tener mucha sensibilidad a la luz? Lo mejor es poder modificar las condiciones de acuerdo a las necesidad de cada caso”, ilustra el especialista. En síntesis, completa Casal, “si bien sabíamos que la temperatura tiene efectos como señal, era más complejo su descubrimiento porque puede afectar la dinámica de cualquier proteína. Entonces, nos encontramos en medio de una tarea muy ardua y éramos realistas: encontrar un receptor de temperatura era como localizar una hormiga en un hormiguero. Pero, por supuesto, no nos desalentamos”. 
¿De qué manera hallaron el sensor de temperatura? Así lo describe el referente: “Luego de reiteradas pruebas, en vez de continuar con la búsqueda de nuevos receptores, comenzamos a examinar los que ya teníamos. De ese modo, pudimos advertir que existe un receptor lumínico que también actúa como ‘termómetro’ e influye sobre su crecimiento y desarrollo”.
Hasta el momento, nadie había pensado en que el “fitocromo B” –que exhibía una gran destreza para percibir la luz– también pudiera funcionar como sensor de la temperatura del ambiente. “Resulta que la planta utiliza el mismo receptor para captar luz y también temperatura. Es decir, el sensor informa a la planta sobre si hace frío o calor, durante el día y en las distintas estaciones. A partir de esta información, se desencadenan reacciones moleculares que inducen su desarrollo y crecimiento. De modo que no se trata de una compensación, sino una integración de ambas señales”, señala Casal.
Las respuestas de la planta a la temperatura le permiten ajustarse al ambiente y mejorar sus condiciones de adaptabilidad, incluso, frente a los ambientes extremos que les generan estrés. “Una de las respuestas frente al aumento de temperatura es el crecimiento de su tallo, sus hojas tienden a distanciarse entre sí y aumenta la ventilación. Ocurre igual con las personas que se anticipan al calor y se ponen menos ropa en verano que en invierno”, apunta con una nueva analogía. 
De este modo, el descubrimiento del equipo del Instituto Leloir podría ser la base para comenzar a pensar y problematizar diferentes estrategias de cultivo de plantas, capaces de sostener un buen rendimiento más allá de habitar zonas marginales. “Es fundamental poder describir este proceso por intermedio del cual ajustan su comportamiento. Si no tuviéramos idea de cuál es el receptor, jamás podríamos fomentar ningún cambio al respecto. Por ello, este descubrimiento abre un montón de puertas”. El hallazgo otorga capacidad de anticipación y previsibilidad, y ello redunda en beneficios para la productividad agrícola: “cuando el productor vaya a sembrar, en un futuro, podrá tener la posibilidad de cultivar un ejemplar que ya cuente con la capacidad de superar las condiciones de un ambiente adverso”.
Para comprobar que, efectivamente, el fitocromo B podía sensar también la temperatura, el grupo liderado por Casal realizó una multiplicidad de pruebas y experimentos que contemplaron una serie de pasos. Primero, analizaron la proteína in vitro en una molécula aislada, más tarde lo hicieron al interior de una celular vegetal y, luego, en modelos experimentales de plantas que fueron expuestas a variaciones de luz y temperatura. Así, lograron confirmar que la molécula respondía con velocidad a los estímulos y procesaba ambas informaciones de modo eficaz.
Por último, tras los experimentos mediante los equipos de microscopia confocal (para observar que ocurría a nivel celular), los especialistas evaluaron el impacto de las variaciones ambientales sobre el comportamiento de los fitocromos y, con ello, del crecimiento de las plantas. De este modo, mediante un espectrofotómetro (equipo que sirve para medir y registrar los cambios físicos y químicos del fitocromo B) colocaron ejemplares normales y mutantes en recipientes. Así demostraron cómo el fotorreceptor mide la temperatura del ambiente y hace un balance entre esa información y la que obtiene de la luz. 
Las plantas poseen ojos vegetales, tienen sensores que le permiten captar la luz y, como si eso fuera poco, también están dotadas de “termómetros internos”.

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