En Argentina, hace ya algunas décadas, diferentes personas y pueblos indígenas comenzaron a fortalecer y visibilizar sus identidades étnicas. Después de mucho tiempo de silenciamientos, activaron sus memorias, recompusieron sus historias y desafiaron las peyorativas representaciones que pesaban sobre ellos. Más importante aún, iniciaron un camino de organización y lucha que puso en evidencia una serie de conflictos que, aunque anclados en procesos históricos de larga data, eclosionan con fuerza en la actualidad.
En el marco de esos conflictos, y especialmente en determinadas coyunturas, aparecen notas en medios gráficos y televisivos que buscan desacreditar la identidad y los reclamos indígenas. Afirman que los mapuches son chilenos o terroristas, dicen que los diaguitas son truchos. En este texto, buscamos reponer la complejidad de los procesos históricos para proponer una lectura diferente sobre las reivindicaciones indígenas en el presente. Afortunadamente, una nutrida producción académica nos ofrece la base desde la cual partir.
Respecto a los diaguitas del Valle Calchaquí salteño, recientemente se publicaron algunas crónicas en un medio nacional en las que se afirmaba que esa identidad era un invento, que no había diaguitas en esa zona y que en todo caso los “verdaderos habitantes de la región” eran los “pulares”. Obviamente, la cuestión es menos lineal. Veamos.
En términos históricos, las primeras descripciones sobre el valle Calchaquí fueron escritas por los conquistadores españoles a mitad del siglo XVI. Diego de Rojas llamó a sus habitantes “diaguitas” y los caracterizó como muy belicosos; una representación que se habían ganado por rebelarse frente a los incas y que refrendarían luego al ofrecer resistencia a los españoles. En efecto, aunque los incas habían podido instalarse en el sector norte del valle, movilizando población e instalando colonos a modo de control, hay autores que plantean que nunca lograron poner completamente bajo su dominio a las poblaciones locales. Por otra parte, hacia 1560, un levantamiento encabezado por el cacique Juan Calchaquí inauguraría las denominadas “Guerras Calchaquíes”. A partir de ese momento los españoles comenzaron a designar como “indios de Calchaquí” a quienes estaban bajo la órbita de dicho jefe, para, finalmente, ampliar la denominación a todos los indígenas del valle que estaban en pie de guerra.
Los apelativos de diaguitas y calchaquíes sirvieron entonces para comenzar a ordenar el espacio a conquistar y diferenciar a sus habitantes. Pero en realidad, esas grandes entidades étnico-linguïsticas incluían numerosos grupos que, aunque compartían pautas culturales y tenían un idioma común (el kakán), se mantenían como unidades políticas independientes que se relacionaban entre sí a través de la alianza o la guerra y que los españoles -poco a poco- empezaron a mencionar en sus escritos (pulares, atapsis, payogastas, chuschas, etc.).
No es difícil imaginar la falta de rigor con la que las autoridades coloniales hicieron esos registros y la poca sensibilidad que tuvieron los conquistadores para distinguir particularidades en medio del afán por repartirse la mano de obra. Este proceso supuso la fragmentación, superposición y desplazamiento de los indígenas, en especial luego de finalizadas las Guerras y avanzado el proceso de conquista y consolidación del dominio colonial.
A pesar de esta compleja realidad difícil de conocer, se afirma convenientemente que no había “diaguitas” en el sector salteño del valle y que los “verdaderos habitantes de la región” eran los “pulares”. Si, como vimos, el uso de “diaguitas” y “calchaquíes” es problemático no lo es menos el de “pulares”. Sobre ellos aún hay intensos debates entre los especialistas y en el estado actual de conocimiento es imposible afirmar que una designación es más correcta que otra y aseverar qué características étnicas y territoriales los definían.
Frente a una historia tan accidentada, tan voluntariamente borroneada, sorprende leer o escuchar ciertas certezas. Y es justamente por eso, por los borramientos y las discontinuidades forzadas, que el tema de la “autopercepción” -que suele mencionarse con sorna en notas y apariciones televisivas- es de gran relevancia. Tal vez no podamos saber exactamente cómo se autoadscribían quienes habitaban el valle hace siglos. Pero sí podemos hoy escuchar cómo los pueblos indígenas quieren llamarse, cómo ven sus relaciones con el pasado y reescriben su propia historia. De ahí que, el Convenio 169 de la OIT, al que nuestro país suscribe, reconoce a la autoidentificación como uno de sus principales derechos.
Otro de los puntos que suele mencionarse en las notas que buscan desacreditar los actuales reclamos es el del supuesto “orden armónico” vallisto que se ve amenazado en la actualidad por la política ¿De qué armonía hablan? Si lo que vemos día a día en el valle es el resultado de un proceso histórico violento nunca acabado. Nuestra cultura argentina se construyó sobre una estrategia: otorgar una naturaleza inferior a quienes acá vivían para someter su fuerza de trabajo. Pero tiene una tremenda debilidad: es imposible convencer completamente a una persona de que no vale y que debe permanecer en la carencia. Debajo de ese superficial orden armónico bullen conflictos que salen a la luz cuando las condiciones lo permiten. Cada vez más escuchamos sobre pueblos y comunidades que inician reclamos de tierra. Esto no es invento de un puñado de militantes. Es la lucha centenaria de muchos.
Imaginemos la siguiente situación: en la primera cita al médico quien atiende es una chica morena, que habla como santiagueña. En el 90% de los corazones argentinos surgirá la desconfianza. “Ella no está preparada, me tengo que ir”. ¿Estamos exagerando? Ese sentimiento de sospecha sobre la incapacidad del otro fue fundado hace siglos, prolijamente desarrollado, condimentado con palabras de desprecio y con años de manuales escolares.
Es necesario desarmar esa historia sesgada y fuertemente arraigada en nuestro sentido común. Pero para eso hay que comenzar, al menos, por problematizar las fuentes que no deben leerse con fe de monaguillos, sin reponer el contexto en que fueron escritas. Un argumento muy común de desligitimación es que las tierras hoy reclamadas estaban “vacías”, que ya desde la colonia no había indios en ellas porque se habían “extinguido”. Una lectura atenta de los documentos nos permite poner en tensión el significado de esas palabras y comprender que en muchos casos su uso fue resultado de una serie de dispositivos discursivos cuyo único fin era despojar a los indios de sus territorios.
¿Es que a nadie le llama la atención lo conveniente de pregonar tierras sin gente? El Censo colonial de 1778 muestra que en el Curato de Calchaquí vivían 2195 personas, de las que un 78 % fueron reconocidas como indios por las autoridades. Más allá de la discusión acerca de los rótulos o adscripciones étnicas y de cuán “originarios” eran, esta cifra merece resaltarse pues ofrece un contrapunto interesante con los datos disponibles para la etapa republicana, en la que los indios parecen haber desaparecido totalmente.
Es que en el siglo XIX, que suele obviarse en los análisis periodísticos detractores de los reclamos indígenas, cuna del orden armónico pregonado y de la homegeneidad ficticia, se dejó a los indios coloniales indefensos. Se les quitaron los derechos concedidos por la Corona, quedando sometidos e invisibilizados bajo otras categorías como “arrenderos”, “medieros”, “peones”.
La reconstrucción histórica es compleja, y más cuando involucra población subalterna, cuya historia ha sido deliberadamente borrada o tergiversada. Presentar los conflictos actuales en el valle como resultado repentino de “unos insólitos ‘diaguitas calchaquíes’” que apoyados por el Estado rompen la armonía de un paisaje habitado sólo por “pequeños productores”, es irresponsable.
¿Por qué no se menciona que lo que ha caracterizado a la región, y aún hoy lo hace, es la presencia de grandes latifundios en los que ciertas formas de sometimiento, muy similares a las del período colonial, siguieron vigentes? ¿Por qué no se habla de la reconversión económica del valle de las últimas décadas, que atrajo a capitales para diferentes emprendimientos agrícolas, mineros, inmobiliarios y turísticos (fundamentalmente extranjeros) y produjo una enorme revalorización de la tierra reviviendo antiguos pleitos jamás resueltos? ¿Se han interesado por los papeles con los que se justifica la propiedad de las heredades coloniales? ¿Por qué no se los mira con la misma desconfianza con la que se mira al indio en su reclamo? Sería importante que quien visite próximamente el valle tome nota de los métodos con los que aún hoy se hostiga a la gente. Y quizás a más de uno le surja preguntarse por qué allí hay tantos sin acceso a la tierra, frente a tan extensísimas propiedades muy bien aseguradas.
Y si hablamos de la importancia de reponer los contextos y las coyunturas históricas, vale señalar que las notas y programas que buscan deslegitimar reclamos indígenas aparecen justamente cuando se analiza la prórroga de la Ley 26.160. Ya sucedió en el año 2017 y está volviendo a suceder en este 2021. Dicha ley lejos está de ser perfecta pero al día de hoy es el único instrumento legal con el que se cuenta para que se suspendan los desalojos violentos. La ley no entrega tierras, pero sirve para empezar a pensar cómo resolver estos conflictos.
Hace mucho tiempo que hay mucha gente tratando de buscar soluciones. Y no suma al debate el desconocimiento sobre las trayectorias de quienes hoy lideran las organizaciones indígenas y sobre los mecanismos que, basados en el consenso de pares y refrendados por el estado, permiten elegirlos y regular su accionar. Incluso asumiendo la posibilidad de que inescrupulosos quieran sacar provechos dentro del INAI, lo que es una preocupación permanente para las comunidades, no se justifican los ataques a la lucha indígena.
Nos imaginamos que muchos de quienes hoy salen públicamente a denunciar falsas identidades se sienten preocupados o indignados con la mediocre clase política que no resuelve los problemas y es incapaz de imaginar un destino común. Con todo ese enojo podemos estar de acuerdo. Pero no nos transformemos en lo mismo, desarmemos la matriz colonial con la que se fundó nuestra Nación y construyamos un país más diverso y justo.
Para tranquilidad de los lectores, que creen que reconocer la deuda con lo indio es estar en contra de la propiedad privada y las virtudes del trabajo, aclaramos que no. Solo que no tenemos paciencia ya para soportar la ceguera con la que se piensa esta Nación Blanca y Pura. Por todos lados la pobreza es de color marrón, y las cárceles se llenan de marrones cuando los delitos millonarios están en manos más claras.
Que el profundo racismo de nuestra cultura no los confunda.
*Antropóloga
**Cineasta