Se considera al hecho como un antes y un después en la historia del folklore argentino. El 16 de marzo de 1921 Andrés Chazarreta pisaba fuerte en Buenos Aires con su Conjunto de Arte Nativo del Norte Argentino. La época era propicia. Ya desde principios de siglo, pero sobre todo a partir del centenario de la Revolución de Mayo, se había impuesto en las elites porteñas la necesidad de “forzar” un sentimiento de patria, frente a la “amenaza social” que significaban, básicamente, una inmigración europea ducha en luchas obreras, y la impronta bolchevique que la rodeaba por entonces. Fue el período por excelencia del nacionalismo aristocrático, agresivo y cerril que buscaba lavar su cara represora con expresiones así… populares, coloridas, de provincia profunda. De sencilleces, pies descalzos y botas con tierra.
Quién mejor para ello que don Chazarreta, el patriarca del folklore. El gran hurgador de profundidades vernáculas, nacido en Santiago del Estero 45 años antes de ese día clave. Había pasado buena parte de su vida investigando, componiendo, recopilando y difundiendo esos hermosos enigmas anónimos -de folklore verdadero, según definen los sabihondos- traducidos en nombres que surcan la historia de la música criolla hasta hoy: “La arunguita”, “La Telesita”, “La zamba de Vargas” o “Criollita santiagueña”, entre muchos más. Que fue maestro, inspector y director de escuelas; compositor; y ejecutor de mandolín, acordeón, violín, armónica, bandurria, guitarra y piano, entre varios instrumentos.
Con todo ese bagaje llegó Chazarreta aquel lunes de marzo, bajo un recibimiento en celeste y blanco que hubiese sido imposible en épocas mitristas, o sarmientinas, de Bartolos y Domingos, como se burlaba el Alberdi tardío. Pero -se insiste- la época daba, y el porteñísimo Teatro Politeama (Corrientes al 1400) se vistió en sudores y ardores para recibir al variopinto elenco trashumante del Chaza mayor. Músicos de bombacha, poetas de barro y bailarinas de vincha y pollera ancha activaron chacareras, gatos, mazurcas, cuecas, vidalas y zambas en un ámbito hasta entonces vedado para semejante elenco de pago adentro. Eran más de treinta personas que venían recorriendo el noroeste desde 1911, pero que cuando Dios las atendió en Buenos Aires, una bisagra en la historia cultural del país prendió mecha.
Medio empresario, también, Chazarreta venía fantaseando con que le prestaran atención en la lejana Capital. Tres años antes había fracasado en el intento de tentar a empresarios y periodistas hasta que dio con el interés de Juan Mauri. A caballo de su entendimiento con éste pudo concretarse el sueño del patriarca: traer su patio provinciano, su rancho santiagueño, a la más cosmopolita de las ciudades argentinas.
El día del debut hubo cierta confusión. Algunos bemoles. Eventuales desprecios. Narran artículos periodísticos de la época, que el conjunto espantó a ciertos nacionalistas de cuarta (parecidos a los neolibertarios de hoy) por bailar en patas o parecer un circo, pero le bastó a la compañía con conmover a un pensador que podía tender algún que puente entre patria y pueblo: Ricardo Rojas. Célebre fue aquella nota suya titulada El coro de las selvas y las montañas, que alertaba –aunque atado a su destino elitista- a propios y extraños sobre la importancia del evento. Adentrado en las virtudes telúricas –que ya había contado en El país de la selva- el escritor y futuro rector de la UBA escribió tres días antes del debut. “Obra tan meritoria, de enorme trascendencia para la nacionalidad, merece el apoyo del pueblo, de cuyo espíritu vienen esas creaciones, y de las clases ilustradas, de cuya previsión depende el porvenir de la patria (…) si alguno resultara defraudado es porque fue con el corazón vacío”, sentenció Rojas, que en ese mismo artículo de un diario porteño definió a Chazarreta como “autodidacta y folklorista de mérito”.
Gracias a tal tipo de pareceres, la Compañía pudo quedarse un mes actuando y al menos tres funciones fueron a sala completa, con Rojas entre los asistentes. El espaldarazo del historiador y poeta tucumano sirvió incluso para que la gira siguiera por La Plata, Rosario, Paraná, Córdoba y Montevideo. También para reabrirle las puertas de la gran urbe capitalina que no solo recibió a Chazarreta y sus huestes en diciembre de ese año -en el Apolo, una cuadra más cerca del Obelisco-, sino que además se las siguió abriendo hasta fines de la década del '30. Atrás quedaban los rechazos que esta especie de circo criollo a la santiagueña había sufrido años atrás en el Teatro Belgrano de Tucumán, e incluso en su propia provincia, cuando el Poder Ejecutivo le negó el Teatro 25 de mayo, a comienzos de la década del '10.
Fue aquel el momento en que porteños y porteñas tomaron conciencia de la importancia de estilos y géneros musicales emparentados con la Argentina profunda. Sea a través de los certeros pasos de malambo de Narcisa Ledesma “la Vieja Clodomira”, del zapateo de Antu Puncu –apodo del atamisqueño Antonio Salvatierra-, o del registro impactante de la soprano santiagueña Patrocinio Díaz, porteñas y porteños asistieron a los enigmas del escondido, el pala pala, el remedio o la remesura, danzas que parecían provenir del olvido, pero que antiguas tradiciones orales habían sostenido en silencio. También es un más que apropiado hito para entender las enormes diferencias entre el nacionalismo elitista, ofensivo, y el popular que Chazarreta bien supo mostrar. El abismo que hay entre el gaucho de 4x4 y vacaciones en Miami, y el sufrido que va de cosecha en cosecha, de sol a sol, ganándose el pan. Y que, cuando el patrón se ausenta, baila descalzo, con los pies sobre la tierra.