Todas las dudas acerca de Anvibia son de nacimiento. Nacen antes que ella, la habitan largamente y nada después las disipa. ¿Nacen con más frecuencia las dudas que las leyendas? Casi con certeza se puede afirmar que Anvibia no tuvo ocasión ni tiempo para ocuparse de eso (y hasta quienes la llamaron con humor despectivo, después de Gibbon, Vibia -con la excusa final de llegar con atajo al burlón Dubia-, se equivocaron de error).
Anvibia vivió entre el apogeo de su leyenda y la decadencia del Imperio, pero de eso no se hablaba entonces en la pequeña aldea marítima donde, efectivamente, nació. En un promontorio de la isla de Lesbos, a pocas piedras del Egeo, Anvibia creció viendo cómo primas lejanas y sobrinas de medio hermanas se casaban con hombres de rango consular. El agua mágica de la verdad inconsciente en la que la nena buscaba su cara de mujer en cierne solo reflejaba -razones de educación como hechizo- deidades fértiles que castigaban infidelidades y protegían las buenas costumbres del matrimonio obediente. Entre el contorno de la nariz propia y el fantasma de la ajena, el espejo embaucado se distraía y atraído por la luz clareaba ojeado el rincón de los patios cerca de los altares de piedra donde solemnizaban sacrificios y donde otras nenas (y también, claro, Anvibia y sus hermanas) escuchaban murmullos de abortos recientes y veían a los amantes furtivos -apenas sus cabezas y sus hombros- que salían escoltados (¿o empujados?) de las habitaciones sin despedirse. Nada que otras tierras y otros tiempos pero con idénticas cortesías no hayan hecho, como cuando ya nadie volvió a ver entre puertas y pasillos mudos al historiador oficial del emperador Adriano. A pasos de las olas cobalto el castigo premiaba a la prudencia y educaba a las mujeres en las virtudes de Atenea, maniobra suficiente para que el silencio rompa las lenguas de las futuras esposas. Pero parece que Anvibia mantuvo la suya sana y húmeda y la usó para revertir la dirección del castigo antes de ser envenenada. En un templo con perfume de manzanos y susurros sáficos Anvibia armó su propio ejército, un ejército de mujeres desarmado (describamos mejor los detalles de la hueste: armado con otras armas de guerra). Platón moría y Anvibia la virtuosa iluminaba otras cavernas descuartizando advertencias y moldeando un patio de mujeres sin sombras prudentes. El ejército femenino alteró la vida cotidiana de las familias con anhelos exagerados y puso en riesgo las virtudes que la historia ya escribía. Fue esa misma historia la que borró con duda y sin leyenda las fechas de su vida e impidió que su nombre flameara. ¿Cuál fue la alteración? ¿Qué hacían esas mujeres animadas por Anvibia? ¿Qué reglas no siguieron? Ninguna que no hayan visto romper cuando eran niñas, la diferencia fue que el ejército de Anvibia no lo hizo en trama secreta. La revolución efímera fue lo suficientemente larga como para aterrar a los cautos. Ninguna de las primeras copas envenenadas fue para ella, la quisieron viva como testigo del escarmiento, como causa, como asesina. Cuando finalmente la rueda de pócimas tenía una copa destinada a su boca Anvibia miró a las entrenadas y lanzó a rodar el plan final, los labios cerrados de una de las libertarias simularon tragar la muerte. Una por todas tenía que permanecer viva y despierta para contagiar en el tiempo lo que en brebaje necio no muere.