Para la comunidad lgtbi, anclar el libre ejercicio de la sexualidad en el significante histórico de los derechos humanos fue todo un ejercicio de pedagogía, paciencia y seducción. Declararse marica o torta a mitad de los ochenta, incluso para mucha de la militancia de izquierda de entonces, no definía una orientación sexual que defender, sino una caída en desgracia, imposible de cuajar en la consigna de memoria, justicia y verdad. Mucho más razonable para lo que nos ofrecía la época resultaba la conquista del diván de algún psicoanalista. A fin de cuentas, la represión policial la teníamos ganada de antemano. Culpa de habitar sucuchos sociales en los que el cuerpo de la diferencia se iluminaba sobre todo con la luz de los patrulleros.
La célebre solicitada de la Comunidad Homosexual Argentina en el diario Clarín -“con discriminación y represión no hay democracia”- poseía en 1984 el tono necesario para poder presentarse ante los estrados de los derechos humanos. Aquel manifiesto nos alejaba de ser considerados, apenas, en la especialidad farándula o en los manuales de psiquiatría. Era un texto del todo político, se plantaba en su tiempo, y exigía la compañía egregia de memoria, verdad y justicia, porque eran verdaderos los tormentos a los que se seguían sometiendo a nuestros cuerpos, tantas veces aplastados por autos sin patente en la Panamericana, humillados en las comisarías, coartados en su movimiento, encorsetados en la representación mediática del ridículo e injustamente excluidos, por falta de especificación, en la ley antidiscriminatoria o “Ley De la Rúa”.
Ni que decir de cobijar la memoria de los asesinados o martirizados cuyos nombres circulaban pero nadie confirmaba. Me viene a la mente el caso del artista Martín Bartolomé, frecuentador del Frente de Liberación Homosexual en los años setenta, secuestrado y torturado por orden del General Menéndez en Córdoba, solo por encajar para él en la fisonomía del subversivo. Un mes después, enterado de que la estética provocadora no necesariamente equivale a una granada (la crueldad del dictador también puede ser síntoma de estupidez) fue arrojado a la calle cubierto de meo y mierda.
Así como para los homosexuales cautivos en los campos de concentración nazis -los triángulos rosa- llegó demasiado tarde el perdón y la reparación (imagínense que hasta 2005 no se los mencionaba, demorados en la puerta de salida del olvido), no existió un párrrafo en el Nunca Más para las personas lgtbi que tuvieron el desacierto de ser víctimas cotidianas del estado argentino. Nuestro Nunca Más se construyó extramuros, con los ladrillos de un activismo obstinado en trazar la ecuación sexualidad-derecho, que fue ganando prestigio a medida que el prejuicio lo iba perdiendo.
DIGNIDAD, ORGULLO Y TODAS LAS LIBERTADES
Para la CHA, bajo la presidencia de Carlos Jáuregui, la palabra clave era en 1984 Dignidad, emblemática para los organismos de derechos humanos, años antes de que asumiéramos la opción semántica y la semiología del Orgullo. Carlos fraguó con paciencia e inteligencia una alianza con grandes personalidades de los Derechos Humanos, un trato individual y afectuoso, sobre todo con miembros de la APDH y del CELS. Su persistencia en las marchas de las Madres los días jueves (tampoco ahí fue fácil asimilar a los homosexuales con la dignidad: “nosotros no somos los hijos perfectos que les hubiera gustado tener a las Madres” era una de las ironías que solía repetir Carlos, perfección vs libertad), su incorporación a los debates públicos y a los epistolarios institucionales, eran la demostración cabal de que por fin empezábamos a ser reconocidos como sujetos de derecho, aunque todavía vulnerados.
“Allá por el mes de septiembre de 1984, vivimos la emoción más grande de todas, tanto a nivel individual como institucional: nuestra primera aparición en público, en oportunidad de la marcha convocada por los Organismos de Derechos Humanos, para apoyar la entrega del informe de la CONADEP”, escribió Jáuregui en su libro La Homosexualidad en la Argentina, con una emoción “intransferible”. Juicio y castigo a los culpables, exigía la pancarta de la CHA. Si el rabino Marshall Meyer, de la CONADEP, le aseguró que habían encontrado junto a nombres de detenidos-desaparecidos la aclaración “homosexual” o “judío”, y que estimaba en 300 el número de víctimas homosexuales, la versión de triángulos rosa locales sigue varada en las hipótesis, sin posibilidad todavía de hacerse verdad, producir memoria ni mucho menos justicia.
Ahora, residentes desde hace mucho en las conmemoraciones del 24 de marzo, deberíamos preguntarnos sobre los actuales contornos de la fecha. Qué calamidad rodea ahora al concepto de Memoria, Verdad y Justicia. Y en qué medida las amenazas de hoy nos conciernen como le concernían aquellas otras a Carlos Jáuregui y a la CHA en 1984. La injuria de hace unas semanas de Patricia Bullrich a Estela de Carlotto es un signo de fortaleza de lo reprimido. Se dice lo que se da la gana. La insistente objeción al número de 30000 desaparecidos, por parte de personajes de la política cloacal, es la festiva admisión de muertos sin tumba y sin obituarios posibles por la clandestinidad de la masacre. Volver a herir a los muertos. También la cantinela contra la “ideología del género” por parte de esa yunta de los llamados libertarios (los liberotarios según hallazgo de Roberto Jacoby) con los conservadores religiosos y los oportunistas mediáticos (de Milei a Hotton pasando por la Canosa sobrevuela el espectro de Bolsonaro). La complicidad de algunas personas ascendentes del universo lgtbi con el negacionismo, o directamente su adhesión, debiera alarmar a nuestro colectivo. Embutidos en la defensa del individualismo radical lgtbi, del que son sus voceros políticos, soñarán con una contramarcha del 24 de marzo, y ahí enterrar la memoria del FLH y la consigna de la CHA: “en el origen de nuestra lucha está el sueño de todas las libertades”.
Porque los lgtbi “libertarios” están ocupados en proponer una salida narcisista del atolladero actual por la vía del pacto con los verdugos, que moran en sus propios partidos. Que son sus líderes. La derecha es siempre la primera en aprender que un pueblo, por más que nos joda, suele buscar en partes iguales, contradictoriamente, la emancipación y el verdugo. Contra el peligro de una distopia a lo Bolsonaro, el Mito Descangayado, creo que deberíamos marchar este 24. Digo yo.