En el corazón del Rijksmuseum, de las más importantes pinacotecas de Países Bajos, un corredor central oficia de Galería de Honor: tal es el nombre de la histórica sala donde se exhiben las obras más preciadas de su colección. Auténticas joyas del Siglo de Oro neerlandés, de grandes maestros del XVII como Jan Steen, Johannes Vermeer, Frans Hals, Floris van Dijck y, obviamente, Rembrandt, cuya Ronda nocturna (1642) es la estrella indiscutida. Haciendo acto de contrición, empero, ha querido subsanar la institución un “desliz”, tras percatarse de que -desde su fundación en el año 1800 y su traslado a su ubicación actual en 1885- jamás habían colgado en su muy ornamentada, muy concurrida Galería de Honor el trabajo de una artista femenina. “De aquí en más, siempre habrá pintoras en esta sala”, ha prometido la curadora Jenny Reynaerts tras romper con el monopolio masculino del susodicho santuario e incluir entre sus filas 3 cuadros de mujeres, en forma permanente: La serenata (1629), de Judith Leyster; Bodegón con flores en un jarrón de cristal (1690), de Rachel Ruysch; y Retrato en recuerdo de Moses ter Borch (1669), de Gesina ter Borch. El primero de varios pasos en correcta dirección, vale decir: el museo se ha propuesto revisar exhaustivamente su acervo en pos de identificar obras de otras artistas; también repasará su propia historia de dos siglos con la intención de reconocer y ensalzar la contribución de mecenas, donantes, curadoras que antaño eran consideradas simples asistentes.
“Pintar una imagen más completa de la historia holandesa, sin sesgos, poniendo en primer plano la perspectiva femenina”, es la autoimpuesta misión del Rijksmuseum, comenzando -dicho está- por dar visibilidad a notables que cayeron en el olvido. “Las tres fueron reconocidas en sus días. Leyster, sin más, fue la primera pintora maestra del siglo XVII, y el trabajo de Ruysch fue sumamente requerido por las cortes europeas”, señala Reynaerts.
Del trío, acaso la más prominente sea Judith Leyster (1609-1660), de fulgurante carrera, ducha en el retrato, los bodegones, las escenas costumbristas. Aunque abundan lagunas sobre su bio, se sabe que perteneció al gremio de pintores de Saint-Luc de su Haarlem natal, un logro inestimable visto y considerando que solo a dos mujeres se les concedió la membresía en todo el siglo XVII. Pronto obtuvo el título de máster que la habilitaba a tener su propio estudio, con aprendices, estudiantes. No es de extrañar, por cierto, que JL inicialase sus obras acompañando su firma con una petite estrella: octava hija de un cervecero, su papá había adoptado el apellido de la eminente empresa, Ley-Ster, que en holandés significa “estrella guía”. Se desconoce, entre otras cosas, si estudió o no con el excelso Frans Hals, cuya obra tenía en alta estima: Leyster bebió de su estilo innovador (“esencialmente, bosquejar con pintura”, según voces en tema), a la par que fue incorporando nociones del movimiento caravaggista de Utrecht (por caso, la profusa utilización del claroscuro). Hay registros, empero, de una queja formal que presentó Judith contra Frans por haberle robado un ayudante: a Hals se lo penalizó con una multa, pero pudo quedarse con el asistente. Aquello ocurrió en 1635. Un año más tarde, con 26, JL se casaba con Jan Miense Molenaer, un artista menor, y tras ayudarlo a establecer su estudio en Ámsterdam, dejaba el oficio para criar a sus cinco hijos y dedicarse a la vida doméstica. Después de su muerte en 1660, su nombre fue borrado del mapa: sus obras comenzaron a ser atribuidas a Hals o a su marido, llegando incluso a ser tapada su firma tan distintiva. Recién a fines del siglo XIX comenzaron a identificarse apropiadamente sus trabajos.
“Que fuera hija de un botánico explica su pasión por el mundo natural”, subraya la crítica sobre los deslumbrantes bodegones florales de Rachel Ruysch (1664-1750), consumada artista que cosechó reconocimientos en vida con sus elegantes arreglos pictóricos de rosas, claveles, tulipanes, amapolas y un largo etcétera; incluido algún que otro insecto, cómo no. Primera mujer en formar parte del gremio de pintores de La Haya, ni casarse ni tener diez chiquilines la apartó de una pasión que rindió frutos (monetarios, además del elogio de sus pares), volviéndose una de las pintoras favoritas de la corte de Düsseldorf junto a su cónyuge, el retratista Juriaen Pool.
La tercer ilustre, virtualmente desconocida, fue
hija y hermana de reputados pintores del Siglo de Oro neerlandés: Gesina ter
Borch (1633-1690) es su nombre, y suyos son los tres álbumes de dibujos en
tinta y en acuarela que se han conservado, además de varias piezas sueltas. La
versátil muchacha capturaba con pelos y señales escenas de la vida familiar
(paseos a caballo, en trineo, a la luz de la luna), mechando sus ilustraciones de
vívidos colores con canciones populares (de amor, políticas, infantiles) y con
poemas románticos de su autoría. “Soltera, fue modelo para los cuadros de uno
de sus hermanos, Gerard, y la obra que será expuesta la firman ambos: Retrato en recuerdo de Moses ter Borch,
en memoria de otro hermano, fallecido en la guerra”, ofrece el diario El País.