Esta contratapa puede subtitularse: "o de cómo a Marcel Proust lo sacó de perdedor el hacerse acreedor del codiciado premio Goncourt, y de cómo ese grand prix le propinó un rotundo fustazo, un contundente acicate para seguir concibiendo el resto de (la que luego se revelaría como) su obra maestra"

Decretando un soberano batacazo, que enviaba la cátedra a la lona, el marcador cantó: ¡Ganador, Monsieur Marcel Proust!, pues ésa había sido la consecuencia de la voluntad y elección (séptima decisión, hasta ese año) de esos sólo ocho integrantes del jurado de la justa, especie de comisariato de los leidos -de diez miembros- que determinó con seis votos favorables contra cuatro –después de zamparse un suculento dèjeuner en el restaurante Drouant, ese brumoso (¡brumaire!) diez de diciembre de 1919- que ese niño bien, pretencioso y engrupido, en un final -no tan- reñido, cruzara el disco triunfal bien debute, sacándole ventaja apreciable -una cabeza/dos votos- al que hocicó y figuró como placé, y a quien la afición le había apostado todos los boletos: ese nativo de Amiens, que figuraba como fija: el treintañero Roland -Dorgelés- Lecavelés (y su ultra plúmbea roman intitulada Les croix de bois/Las cruces de madera, tan previsible cuan manidamente patriotera, sobre esas, en ese entonces, recientísimas acciones bélicas de la Grande Guerre), con su À l’ombre des jeune filles en fleurs/A la sombra de las muchachas, en flor, texto el cual luego se comprobaría fuera a constituir la segunda entrega de esa tan extensa cuan peculiar saga intitulada À la recherche du Temps perdu/A la búsqueda del tiempo perdido, ese paquidérmico corpus narrativo que constituiría esa cuasi infinita cuan morosa crónica de los avatares sociales de esa nobleza parisina en vías de extinción, como así también los de algunos -tan selectos como requintados- plebeyos, devenidos bacanes en meteórico ascenso social en virtud de su flamante, fulgurante fortuna: esa runfla de repentinos nouveaux riches parvenus, -escoltados por las infaltables cocottes de rigor- a los que la troupe de rancio abolengo se le concedía el honor de alternar en sus relamidos, aristocráticos salones: esa ineludible cita a la que condesas y duquesas, príncipes y marqueses asistían empachados de recamado spleen y chic monotonía con el fin de relincharse. 

Subordinación y valor. Así fue que el obtener el galardón, el ver escogida su À l’ombre –novela que la editorial NRF (Nouvelle Revue Française), en marzo de ese mismo año, le había publicado a Proust, quien, en su performance en el millieu litteraire parisino, no había mostrado notorias muestras de su talento, apenas si había sido relojeado en un par de cuadreras: unos textos decididamente misceláneos, como fueron esos sendos lotes: Contra Saint-Beuve y Los placeres y los días (sus Parodias y misceláneas serían publicadas muy posteriormente)- impulsó a su autor, quien ya había publicado, merced al ofrecimiento del joven editor Bernard Grasset (a sus propias costas y sin gran repercusión) Du côté de chez Swann/Por el camino de Swann (a la cual el jurado había ignorado en la selección de 1913, premiando a Marc Elder, seudónimo de Marcel Tendron, por su Le Peuple de la mer/Gentes de la mar, mientras Alain-Fournier, con Le Grand Meaulnes/El Gran Meaulnes, y Léon Werth, con su opera prima: La Maison blanche/La casa blanca,, se consolaban el uno al otro como las palomitas de esa tradicional canción peruana…)- a reprisar, y aprovechando la bolada, doblar, triplicar, aumentar exponencialmente su propuesta, al proseguir, noche tras noche, lonja y lonja, con la redacción de esos otros textos que incluirán largos párrafos de audaz longitud –con una subordinada tras otra– los que, tanto o más extensos que las dos primeras entregas, terminarían conformando esa suerte de Mil y una noches occidental, esa chorrera de episodios que concluiría con El tiempo recobrado.

Bonne vie, mauvaises mœurs… (buena vida, costumbres fuleras, batirían los muchachos). Pero no toda la –glamorosa– acción de esa extensísima narración -iniciada en 1908, compuesta à bout de souffle (literalmente: sin resuello, pues Proust padecía asma, pero aún así, y, valga la contradicción: de largo aliento), en modoso estilo punto-atrás, pues está mechada de muchos flash-backs (o, como habría preferido Cabrera Infante: flesh-backs)- tendrá lugar en París, pues el narrador también visitará –las imaginarias– Combray y Balbec (inspiradas, respectivamente, en las reales localidades Illiers y Cabourg), donde olvidará a su tan deseada como chúcara Gilberte Swann y se prendará de –la no menos baguala– Albertine Simonet; y también Venecia, como si la legión de personajes (¡en realidad, bastante menos gente: un malón compuesto de sólo una decena de centurias!) no pudiese ser contenida y entretenida sólo cuan exclusivamente en esas coquetas salas -donde reinaba grande animación bon genre, amenizada por alguna sonata (por ejemplo: la en Re menor de Saint Säens, o ésa, en La mayor, de César Franck, pero, fundamentalmente, la Sonate de Vinteuil), que un voluntario, abnegadamente, ejecutaba en el piano- del Faubourg Saint-Germain, del séptimo distrito, pues si en algo destaca la prolija crónica -que mantiene un tempo narrativo nada vivace, al contrario: larghissimo maestuoso- de los dimes y diretes de los empingorotados miembros del gratin de la Ciudad Luz, esa tracalada de personajes que transitan por las dos mil cuatro cientas páginas de esa narración con mucho de versión finisecular de la Commedia de Alighieri como de la Comédie Humaine de Honoré de Balzac.

Tras que éramos pocos, parió la abuela o de cómo, mucho más tarde, se fueron hallando otros textos inéditos surgidos de su verborrágica pluma…

Al ir teniendo noticia de la existencia de esos aprontes, de esos tempranos arrestos, aquellos investigadores interesados en la obra del autor fueron hallando aquí y allá algo de esas tempranas páginas, tan dispersas como fútilmente arrumbadas, a las que a las que Proust prefirió no publicar. 

El más importante, de entre ese batiburrillo, es la inacabada novela Jean Santeuil, y luego otros, como la ya referida –variopinta– colección Contre de Saint-Beuve, y unos de inminente publicación: Les soixante-quinze feuillets et autres manuscrits inédits (título que probablemente vaya a ser traducido como Las setenta y cinco hojas y otros manuscritos inéditos). Sobre Le mystérieux… ya se ha publicado una carrada de comentarios que coinciden fundamental cuan reducidamente en sólo un par de aspectos de esos textos, a saber: que lo abordado por el joven Proust aludía mayormente a esa passion autre, la homosexualidad. La alusión a ese espinoso tema, podría haberle supuesto que él mismo fuera sospechado de revistar en la race maudite –así se refiere él mismo a la troupe gay– fue lo que seguramente obró como cortapisa para arriesgarse a publicarlos (cabría sospechar que sólo después del fallecimiento de su madre fue que su Loup –su adorado hijo– osó, con máximo temple, abordar esa manera de afrontar el erotismo –una condición que efectivamente lo atañía –que se hurtaba, en esa época, a la vista de esa gente bien, que la condenaba –y siguió condenando–, por non sancta, durante muchos años). Es de lamentar que ya no transite por este valle de lágrimas ese incisivo crítico que fue el aguerrido professor Harold Bloom, pues indudablemente habría sido interesante saber qué hubiera opinado el neoyorquino sobre esta nueva dosis de textos

… El pasado que añoro, el tiempo viejo que lloro y que nunca volverá!..

Se sabe con certeza que Proust, en una noche, se patinó al baccarat los cinco mil balles (mangos, en argot) del premio. Poco, muy poco pudo importarle ese enésimo derroche, pues, como gorjearía Jimi Hendrix en su Purple Haze, el mec/punto ya había besado el cielo, y proseguía trasegando a la sombra de esas feuilles en fleurs, para después doblar ese cósmico codo de Orión –tal como recordaría haber hecho lo propio, cien años después, el agónico replicante Roy Batty– trasponiendo así, de floreo y sin querellas, esa recóndita Gatera de Tanhäuser: "¿qué saben les jean-foutres (los giles)?", habrá exclamado para sus adentros, sintiendo coronada su sien de laureles, y sabiéndose crack.