Una quinta en Ramos Mejía, una mañanita clara y serena. Aire diáfano, clima tibio. Labios satisfechos de besos. Trinos de aves, rumor de fuente. Bajo la sombra de los tilos leía a Proust. Florcitas pequeñas caían de vez en cuando con la morosidad de los copos de nieve. Había magia en ese ambiente acompañado por las idas y venidas del protagonista de En busca del tiempo perdido deambulando entre té de tilo y magdalenas. Fue un momento perfecto.

Mientras ocurre no se tiene demasiada consciencia, pero permanece en la memoria. “Momento perfecto” es un concepto de la filosofía existencialista sobre situaciones en las que todo es agradablemente armónico. Efímero también, pero se graba para siempre. Una especie de recreo del ser, como para fortalecernos y obtener vigor para seguir existiendo. Jean Paul Sartre construye un dispositivo filosófico-literario y pone en boca de una mujer la descripción de ciertos momentos, que denomina perfectos, y son precedidos por ciertas situaciones, que denomina privilegiadas.

Cuando yo tenía ocho años, por ejemplo, me parecía que ser rey era una situación privilegiada del mismo nivel que morir, pues creía que en esas circunstancias una se siente transportada sobre sí misma. Reflexiona Anny, la alter ego de Roquetin, el protagonista de La nausea. Son situaciones privilegiadas las que posibilitan el advenimiento de los momentos perfectos. Los sentimos en soledad o en compañía, aunque son íntimos ocurran donde ocurran. Una estrella fugaz que amerita ser destacada. Cuando un latino vivía una experiencia personal extraordinaria depositaba, en un “alcancía” de barro, una piedrita clara u oscura según la pasión que le hubiera afectado. Marcaré este día con una piedra blanca, dice el poeta Horacio celebrando el momento en que finalmente logró ser amado por un amor esquivo.

La concepción sartreana exige reflexión por parte de la persona que -ante una situación feliz que rompe la monotonía cotidiana- pone su voluntad al servicio del advenimiento de un momento perfecto. Si bien esos intentos suelen desembocar en desengaños cuando la circunstancias u otras personas oponen sus resistencias. Anny se queja cuando los elementos no se disponen como quisiera su deseo. Se trata del coeficiente de adversidad de las cosas.

El momento perfecto está precedido por una situación privilegiada. Algo considerado trascendente deviene acontecimiento e interpela a quien lo experimenta. Puede ser un reencuentro deseado e inesperado, o enfrentarse inesperadamente con una obra de arte, o mi experiencia con Proust bajo los tilos. ¿Quién no recuerda instantes que hubiera deseado duraderos, pero que son tan bellos justamente por ser fugaces, aunque, paradójicamente, se conservan eternos?

Calendaria Pérez aplica estos conceptos para el análisis de películas. Dice que a todes nos suceden -eventualmente- situaciones privilegiadas. Pero no siempre se convierten en momentos perfectos. Para ello es necesario algo más que la sucesión de hechos relevantes. Los mejores ejemplos los encuentran en el cine. Pues lograr esos momentos requiere predisposición, estética y azar (reales en la vida, inventados en la ficción). Los personajes son poseídos por determinada pasión y no existe ningún otro pensamiento ni sensación que desvié su atención, mantiene una compostura heroica frente al hecho. ¿En versión kitsch? El beso final cinematográfico.

Si hay alguna receta de Hollywood para el cine, es la construcción del film a partir de situaciones privilegiadas. Pero si hay algo que eleva la calidad de las películas es el hecho de convertir esas situaciones en momentos perfectos. Las malas películas son las que se exceden en situaciones privilegiadas sin lograr nunca el salto metafísico hacia la perfección. Según Calendaria Pérez, el modelo ejemplar de estética vacía de contenido es La La Land, de Damien Chazelle. ¿La receta? Copiar el cine de los cincuenta -clásico y nostálgico- unido a la brillantez digital con sus colores rutilantes de alta definición y ritmo acelerado y mensurado al mismo tiempo. Esteticismo exacerbado, a lo Netflix. Una cáscara tan “linda” como frecuentemente sin contenido.

En cambio, como ejemplo de film que logra proyectar esa estación extraordinaria del alma que llamamos perfecta, Pérez toma La historia oficial, de Luis Puenzo. Donde la estética viene acompañada de una reflexión que tiene que ver con lo sociopolítico en el que se gesta la película y la conmoción de su protagonista ante un conflicto entre el amor de madre y el temor de ser cómplice de un delito execrable. Mientras en La La Land se limpia y filtra cualquier referencia al contexto histórico o a profundidades subjetivas. Su neutralidad hace que ese musical sea tan bonito como insípido.

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Epicuro imaginaba que el mundo, en su origen, estaba constituido por átomos cayendo en el vacío a igual velocidad. Paralelos entre ellos. Llovía monotonía. Hasta que un átomo se despistó desencadenando un caos de dimensiones siderales. Ese acontecimiento se llama clinamen (desviación). Desencadenó una conflagración total. Pero se fue acomodando y del caos surgió el orden. El monótono transcurrir de la existencia. Me gusta comparar el clinamen epicúreo con el momento perfecto sartreano. Las situaciones privilegiadas serían la lluvia de átomos, el momento perfecto el exacto instante en el que se produce el clinamen. Pero falta una condición: que la energía nos empodere para acunar ese momento. Si acontece, el disfrute es de tal magnitud que tapa cualquier otra percepción. Así le ocurrió a Anny. Estaba en el campo con quien amaba sin saber si ella era amada. El entorno lucía encantador, pero había quedado sentada sobre una planta de ortigas. Explicitarlo hubiera destrozado el hechizo. Sus labios por primera vez degustaban la textura de los labios deseados. La multiplicidad de sensaciones placenteras anuló los pinchazos. Fue así que Anny navegó su momento perfecto y aclara: es sabido, sin embargo, que tengo la piel sensible, pero no sentí nada hasta que nos levantamos. Retomando el principio, en mi experiencia bajo los tilos con Marcel Proust no hubo ortigas. Por lo tanto, no respondería al concepto sartreano. Pero es una especie de recreo del ser, como para fortalecernos y obtener vigor para seguir andando.