Martha Cooper (Baltimore, 1942) se colgó la cámara por primera vez a los 3 añitos, y nunca más la soltó. Ni cuando sirvió como voluntaria en Tailandia como parte del Cuerpo de Paz, ni cuando estudió etnografía en Oxford, Inglaterra; tampoco cuando trabajó en el Museo Peabody, especializado en arqueología. Mudó sus petates a la Gran Manzana a fines de los años 70, donde se convirtió en la primera fotógrafa de plantilla del New York Post. Entre asignaciones, pateando las calles de un Lower East Side encendido, quebrado, empobrecido, conoció a un pequeñajo que jugaba en terrenos baldíos y, mientras charlaban, él le mostró unos bocetos que tenía pensado grafitear. Hicieron tan buenas migas que el joven le presentó a Donald White, aka Dondi, entonces rey pionero del arte callejero neoyorkino, que la aceptó “en esta suerte de sociedad secreta” donde primaba el aerosol, se esperaba que bajara el sol para intervenir paredes y vagones, se trabajaba a máxima velocidad por miedo a terminar en cana.
Pronto los grafiteros empezaron a llamarla ni bien terminaban sus obras, con la ilusión de que quedara algún registro antes de que las autoridades las cubrieran sin más. En esas fechas, las pintadas eran consideradas vandalismo, aunque Martha Cooper tempranamente viera su potencial expresivo e inmortalizase ese costado artístico del NY crudo de los 70s, que la llevaría a sumergirse en un naciente universo hermanado, el del hip-hop.
“Nunca me interesaron los juegos reglados, y el grafiti era una actividad juvenil que se hacía a espaldas de los adultos. En Oxford había aprendido cuán importante era mirar al arte en el contexto de su cultura, y capturar este movimiento emergente fue una maravillosa chance de poner en práctica esa noción”, explica quien más tarde publicaría parte de esas imágenes quintoesenciales en el legendario Subway art, de 1984, junto al también fotógrafo Henry Chalfant. Considerado la Biblia del grafiti, el libro sigue editándose hasta la actualidad, y le ha valido el elogio del esquivo Banksy, que mandó a Cooper una epístola de puño y letra agradeciéndole su rol salvaguardando obras de una escena ponzoñosamente vapuleada. Una labor que Martha continuaría durante décadas, y que hoy es homenajeada en Berlín, en la galería Urban Nation, que ha montado la retrospectiva Martha Cooper: Taking Pictures (hasta el 1 de agosto) a partir de una selección de su colosal archivo, además de objetos personales de esta reconocida mujer. Una persona a la que poco y nada le importa que la cataloguen de artista: está más que orgullosa de llamarse fotoperiodista. “Lo mío es la documentación. Aunque soy cuidadosa con el encuadre y la luz, no busco ángulos inusuales o dramáticos. Para mí, la fotografía es una forma de preservación histórica, que acaso pueda servir a futuras generaciones”, asegura sin darse ínfulas esta cronista del arte furtivo, espléndida y activísima a sus 78 años.