El año 2020 fue el tiempo de la muerte solitaria y viralizada. No se trató sólo de la virulencia del virus pues otras pestes han sido más mortíferas pero nunca como ésta, la muerte se ha viralizado. Los enfermos y los muertos retumban en todas las redes del planeta, en la multiplicidad de pantallas que nos acompañan y llegan al centro identitario de nuestro celular (seguro ahora en nuestras manos) y escribimos unas palabras a quienes nos los envían. Las condolencias se mandan por grupos de whataspps, los epitafios se escriben en la fan page de facebook del fallecido que será su nicho virtual inmortal, el cortejo fúnebre son los miles de comentarios que recuerdan al que ya no está. Los duelos, en los tiempos de la muerte viralizada.

Durante gran parte del 2020, a las 19, muchos esperaban el conteo de contagiados y fallecidos, esperaban la estadística que, si bien tenían fines epidemiológicos, atropellaba una evidencia: detrás de cada uno de esos números existía una historia individual, familiar y social. Se está cumpliendo un año, 365 largos días desde cuando la covid cerraba tanto comercios, escuelas, viviendas cuyos ocupantes pasarían meses de una experiencia que nadie olvidará quizás por el resto de su vida y que, aún continúa, si bien la vacunación genera esperanza por la pronta finalización de estos tiempos de angustia e incertidumbre.

MUCHO MAS QUE NUMEROS

La muerte se contabilizaba, se comparaba entre países donde imágenes de entierros y cremaciones superaban un escenario dantesco, hasta que los números comenzaron a crecer en Argentina: 20 mil, 30 mil, 40 mil, 50 mil. Y empezamos a contar acerca de nuestros fallecidos y nuestros contagiados. Y era distinto contabilizar fallecidos que hablar de personas que ya no estaban, se trataba de familias en duelo, sociedades en duelo; se trata del dolor del duelo y de lo que significa para lo social y para cada uno y cada una atravesarlo. Y entonces la pregunta deja de ser por el número y comienza a ubicarse del lado de qué es un duelo, si se trata de un proceso, de un “trabajo” como lo sostuvo Freud, de una erótica como lo escribió Jean Allouch; sabemos que toca el límite de nuestras fuerzas y, sobre todo, nos llena de cuestionamientos: si ese duelo es terminable o interminable, si existe final, si se pueden sostener diferencias entre duelos en tiempos de normalidad o de emergencia pandémica donde vemos a la muerte enseñorearse en cada vuelta de esquina, en cada terapia intensiva, en cada pregunta acerca de quién murió y sus circunstancias.

El año 2020, para muchos autores, constituyó el comienzo del siglo XXI, si el siglo XX terminó antes de tiempo, con la caída del muro de Berlín en 1989, el siglo XXI comenzó después de tiempo. Y una de las maneras de poder fundamentar de que se trata de un nuevo tiempo histórico es justamente ubicar cómo cambió la forma de vivir, la concepción del duelo y de la muerte.

La reflexión acerca de cómo vivimos y de cómo morimos abre la posibilidad de pensar cómo duelamos a las personas que ya no están. El duelo tiene consecuencias en cómo seguiremos adelante en la vida. Resulta, sin lugar a dudas, un tema impostergable y definitivo para el porvenir tanto individual como social. El duelo es el paradigma de lo doloroso y lo que tiene las mayores consecuencias, se cuenta la historia a partir de la muerte de alguien y de lo que aconteció a partir de ese hecho. La muerte, la separación, la distancia, marcan la contracara de lo que es el amor, el vínculo, la genealogía. El duelo une y separa una generación de otra.

Y no se trata sólo de Argentina, se pueden contar los fallecidos del planeta; ya no se trata de diferentes mundos sino del planeta que pese a sus diferencias, como nunca antes en la historia se ha homogeneizado, se ha vuelto uno, y ha resonado de punta a punta. ¿Cómo morimos y cómo duelamos hoy en nuestro recién engendrado planeta del siglo XXI? Una lectura histórica nos permitirá realizar contrapuntos con el tiempo actual.

BREVE HISTORIA DEL DUELO

En los primeros mil años de la Era Cristiana, el que moría era “el avisado” (Phillippe Ariès, La muerte en Occidente), la muerte avisaba y al que le tocaba reunía a todos y todas a su alrededor: al médico, al escribano, a la familia, a los niños. Era la época donde el que moría no sentía angustia; no se apartaba a los niños, todos miraban, se despedían y sobre todo aprendían: la muerte era pedagógica. Era la época donde las últimas palabras cobraban un valor de juramento. En el 2020, el muriente no tuvo a nadie a su alrededor, hasta que lo entubaron tenía a su celular que le permitía conectarse. Hasta los médicos le hablaban por ese medio. Se escucharon desgarradoras despedidas por las redes, videollamadas hasta que las fuerzas acompañaran, pero nadie escuchaba las últimas palabras porque el muriente estaba prendido a un respirador y con la experiencia de una insoportable soledad cuando lo alejaban de su conexión on line, y tenía la certidumbre de una lucha con algo desconocido.

El leprosario de la edad media con todas sus crudas imágenes fue una “muerte más humana” que la que aconteció en la primera parte del 2020, sin cementerios ni casa funerarias; los deudos recibían una bolsita con las cenizas del que habían visto algunas semanas antes. Tal inhumanidad no se veía desde los tiempos de la Antígona de Sófocles donde una niñita de 14 años luchó a brazo partido contra los edictos de Creonte para enterrar a uno de sus hermanos, para no dejarlo insepulto y llevar adelante los ritos funerarios. Grandes colectivos de profesionales psi, intelectuales, pensadores levantaron sus voces para cuestionar esas prácticas sólo comprensibles en una época que, más allá de la contagiosidad del virus, dejó ver lo aterrorizante, aquello siniestro, que deshace las vínculos éticos entre los seres humanos.

A partir del segundo milenio de nuestra era, la muerte ya no será sin angustia; además de morir había que recordar las buenas y las malas acciones, lo hecho bien y lo que no; ese bien y ese mal nos llevaban por caminos diferentes: para el cielo o el infierno y, aunque hoy parezca increíble, había algo peor: el limbo y el purgatorio. ¿Quién no se angustiaría y no trataría de llamar al cura para asegurarse el destino del alma? Grandes rituales a la hora del morir permitían soportar la angustia inconmensurable del muriente y su familia, que muchas veces donaba parte de sus fortunas para ser ayudado por el poder eclesiástico, brazo ejecutor del destino de Dios en la Tierra. En la muerte del 2020, la separación cuerpo-alma y el ascenso después de la muerte está fuertemente cuestionada, luego de que Niestzche pusiera el grito en el cielo de que “Dios ha muerto”. (Hoy sabemos que no es así que sólo “atiende” en alguna de las múltiples pantallas). Si ha muerto, a la soledad en la tierra se agregaba la soledad en el cielo; la presencia de un virus desconocido e indescifrable que llegó de las profundidades de la naturaleza que sofoca los pulmones, complejiza los duelos sin poder recostarnos ni en la ritualización de la palabra venida del otro, ni en la palabra que aporta un ser humano capacitado para oficiar de sacerdote. Pero hoy muchas personas responden y escriben comentarios en las redes sociales, acercando las palabras más sentidas, los recuerdos más duraderos que se tuvieron con el muriente.

SOLITARIO FINAL

Ya llegado el siglo XVII, con el nacimiento de la Modernidad, el yo cartesiano, la existencia en tanto ser que, con autonomía, pensaba con sus propios pensamientos, abrió la posibilidad de que cada uno, cada una tuviera sus reflexiones acerca de la muerte, sus propias creencias, y que la muerte fuere una cuestión singular. Nace la ciencia en sentido moderno, como lo sostiene Foucault, en un trípode que liga la salud, la enfermedad, la muerte y es, en realidad, la muerte, el cuerpo sin vida en la camilla de la autopsia la que da luz sobre la salud y la enfermedad. En el 2020, no era necesario la camilla de autopsia, simplemente un test que comprobara que era un paciente Covid, nada importaba sino ese apellido, tuvieras lo que tuvieras, si se trataba de un cincuentón o una octogenaria, la sentencia era inapelable: murió de Covid. Había una causa social reconocible para esa muerte. Y el duelo también se reconocía, se viralizaba. El que falleció por otros motivos, no la pasó muy bien, fue mal tratado. Una muerte sin covid era una muerte por fuera de lo esperado y era tratado con la sospecha de que podría haberlo tenido, y muchos/as eran internados en sectores Covid.

La ciencia se puso a investigar mientras los duelistas hacíamos lo que podíamos, ¿qué se podría decir de los duelos cuando nadie despedía a sus seres queridos en la primera parte del 2020? Esa muerte “aterrada” (un significante que reúne el terror y la falta de Tierra), en el contexto de esa muerte solitaria, aparece en el siglo XXI: la muerte viralizada. El que muere conectado a un respirador al mismo tiempo que a su celular que sigue prendido on line, no deja de filmar ni un segundo y todos podemos ver sus últimos momentos. Se lo llora, se lo acompaña, esa persona que es un padre, una madre, un hermano, sin poder hablar, mira hacia la cámara y no existen sobre la tierra ojos más expresivos como aquellos que se despiden cerrándose de esa manera que jamás olvidaremos.

Los contagiados con sus historias y los fallecidos retumban en todas las redes del planeta, en la multiplicidad de pantallas que nos acompañan y llegan a nuestro celular, escribimos unas palabras a quienes nos los envían. Las condolencias y los epitafios por redes, y allí seguirá esperándonos el nicho virtual inmortal y quienes lo seguimos, el cortejo fúnebre, dejamos miles de comentarios que recordarán al que ya no está. Los duelos, en los tiempos de la muerte viralizada.