En el futuro, los libros sobre la historia del cine uruguayo dirán que el primer largometraje de animación realizado en el país vecino fue Selkirk, el verdadero Robinson Crusoe. Y estarán en lo cierto: el film del veterano animador Walter Tournier le ganó la pulseada del estreno comercial, por algunos meses, a AninA, película del Uruguay en coproducción con Colombia que aterriza de este lado del Río de la Plata con mucho retraso, luego de haber formado parte de la Competencia Internacional del Bafici en el año 2013. Basada en la novela infantil Anina Yatay Salas, de Sergio López Suárez, AninA (así, con A mayúscula al final) narra una semana en la vida de la niña en cuestión, afectada por la maldición de su palindrómico nombre, herencia de un cariñoso padre que, sin embargo, parece estar obsesionado con esa particularidad de la lengua. “Capicúa”, le grita con sorna una compañerita de escuela y es a partir de su respuesta, “Elefanta”, que comienza una pelea en pleno recreo. El particular castigo elegido por la autoridad escolar, protegido por un sobre lacrado que no puede ser abierto antes de tiempo, es apenas una excusa para que el film siga a su protagonista, sus padres, amigos y vecinos en un film que encuentra rápidamente un tono entrañable que nunca cae en la ñoñería. El director del proyecto, Alfredo Soderguit, experimentado dibujante de libros infantiles –entre muchos otros, de aquel en el cual se basa la película– y su equipo de animadores crearon un estilo visual bien definido y satisfactorio, tanto a nivel técnico como artístico, que hace que las peculiaridades de Montevideo sean perfectamente reconocibles en pantalla, pero, al mismo tiempo, encarnen en una ciudad que bien podría ser cualquier otra de Latinoamérica. Por momentos, AninA se asemeja a una ilustración infantil en movimiento, aunque el diseño de las imágenes nunca se ubica por encima del relato.
Una historia que, a pesar de su dimensión para nada épica –a contramano de gran parte de la animación de gran presupuesto contemporánea–, logra en gran medida mantener la tensión y la atención hasta el desenlace. De hecho, gran parte de los detalles narrativos se concentran en actividades cotidianas: los juegos en la escuela y en las calles del barrio, la hora de la leche con sus tostadas con manteca y tortas fritas, la relación con su padre y su madre. La caracterización de las vecinas chismosas –una de ellas, profesora jubilada– o de la directora (con su saquito colgando de los hombros, sin hacer uso alguno de las mangas) aportan un preciso aguafuerte social de tintes humorísticos, aunque sin abandonarse al esperpento y, mucho menos, a la burla.
Por momentos, el estilo del trazo o del dibujo en su conjunto cambia radicalmente: en ciertos recuerdos de la protagonista, por ejemplo, o en el sueño circense que pone a la pequeña heroína al borde de un trampolín y a punto de saltar a una sartén con grasa hirviente. También en la pesadilla que hace las veces de clímax dramático y que parece homenajear el estilo expresionista de clásicos alemanes como El gabinete del doctor Caligari, al ritmo de una canción cuyo estribillo reza “Con sangre la letra entra / Sólo se aprende con sufrimiento”, al mejor estilo pedagogía del siglo XIX. Sobre el final, la rivalidad entre las dos chicas quedará superada gracias a la comprensión mutua. Y si bien es verdad que el film no logra escaparle a cierto didactismo biempensante en sus tramos finales, ¿cuántas películas destinadas al público infantil evitan por completo la tentación del aleccionamiento? Al fin y al cabo, muchas directoras de escuela no son tan malas como parecen y algunos de sus consejos pueden incluso resultar provechosos.