Bella tarea es la única película que vi sobre hombres hecha por una mujer y hecha con una rigurosidad formal sin comparaciones. Se estrenó en 1999, pero la vi por primera vez años después, en un ciclo de la sala Lugones llamado Rebeldes, solitarios y malditos.
Un sargento de la Legión Extranjera en Djibouti, África, se obsesiona con uno de sus soldados más sobresalientes. El enfrentamiento entre los dos hombres se convierte en la única guerra concreta para ellos, sumergidos en los rituales cotidianos de militares en tiempos de paz. Lo primero que escuchamos es un temón árabe pop popularmente conocido por un video en el que distintas mujeres tiran besitos a cámara. La primera escena parece emular algo de ese espíritu fresco y cachondo. Sucede de noche y en el interior de un club nocturno. Los hombres blancos de trajes impecables merodean entre mujeres africanas radiantes. Bailan y se mezclan, un poco torpes, un poco sensuales, mientras la cámara parece corresponder al punto de vista de un marinero militar que entra en contacto con una de ellas.
El plano inicial de la escena es un beso que una de las mujeres tira al aire anticipando el inicio del temón árabe pop, que arranca unas milésimas de segundo más tarde que la imagen. Este desfasaje me excita y perturba al punto que me parece el preanuncio de algo terrible que la genial Claire está tramando con mucha severidad. Pocos minutos después vemos a nuestro protagonista –interpretado por Denis Lavant– escribir sus memorias desde el exilio. Hay una frase que me impacta y me acompaña durante la hora y media de película: “Quizás la libertad comienza con el remordimiento”.
Me dejo llevar por esta frase y la danza de estos marineros que hacen cosas increíbles en pedazos de desierto africano al borde de lo vivible. Suben y bajan, simulan un enfrentamiento armado en un edificio en ruinas de hormigón, se trasladan como lagartos a toda velocidad bajo el sol del mediodía, cruzan una soga suspendida en el aire recortados en un cielo liso y perfecto. Sudan, se alzan, se aplastan y chocan contra un horizonte imposible. El cuerpo, como una máquina boba, responde a una memoria prístina y cristiana en un mundo sin dios ni utopías. No hay nada que hacer, pues el enemigo vive en el plano de la fantasía.
Como suele suceder con las buenas películas, la fuerza de las imágenes me arrastra al punto de no importar en lo más mínimo la historia que pretende contar. Todo se cierra sobre sí como en un círculo perfecto donde no hay afuera, aunque de repente y sin solución de continuidad vemos mujeres africanas –extrañas presencias– que están literalmente separadas del mundo marcial y de todo diálogo sincero con esta especie de secta al borde de lo absurdo. Por fuera del círculo marcial está la muerte. Y dentro del círculo la cámara baila entre soldados, autoconsciente de su propia performatividad, donde no se sabe si el cuerpo guía a la imagen o la imagen al cuerpo. Todo cerrado sobre sí, funcionando en un cierto orden. Un orden que es la belleza en su estado de perfección. Aunque Perón y Voltaire decían "lo mejor es enemigo de lo bueno". Y la belleza es, como escribió Rilke, el comienzo de algo terrible.
Todo esto para decir: qué problemón las que fuimos educadas en el fascismo religioso. La experiencia de ver Bella Tarea me recuerda a cuando con mis hermanas mirábamos embobadas las varias versiones de cristo desnudo sangrando en una cruz, arrastrado por el desierto, dando la vida por algo en los pasillos del colegio. Al salir del cine, ya de noche y aún con la latencia de los cuerpos en trance, pasé por un gimnasio vidriado que daba a la calle. En estado de flotación me detuve a observar y construir escenas con paneos a toda velocidad, recortes sobre torsos, montajes de asociación, cortes sobre el eje y saltos arbitrarios de montaje. Me daba un poco de pudor estar ahí simulando ser la cámara de Claire. Pudor, quizás, por el placer que me generaba observar la gestualidad sufriente de aquellos mártires del CrossFit.
Al llegar a casa se me abrieron un sinfín de preguntas sobre la representación de lo viril. Pienso en la película que terminé hace unos meses, La vida dormida, en la que retrato a mujeres atormentadas por hombres más o menos así y me pregunto: ¿Cómo y por qué deberíamos las mujeres ocupar nuestro tiempo en retratar hombres? ¿Ya no hay suficiente sobre ellos? ¿Cómo acercar una mirada crítica sin demonizar su virilidad? ¿Cómo no hacerlo desde el ya trillado “empoderamiento femenino”? En definitiva: ¿cómo no colonizar lo que retratamos ni caer en las lógicas del extractivismo más allá de las cuestiones de género? Pienso en mi abuela, que vivió toda una vida filmando a su marido haciendo campañas políticas desde la fascinación por un poder medio runfla. Un posible relato desde las sombras como única forma de ser y pertenecer a ese universo que en ese entonces era gobernado por chabones. Un poco como ahora, pero más.
Como reacción a este escenario me dediqué a filmar mujeres durante siete años. Y lo hice desde la empatía de reconocer en ellas una vida antiheroica y un vivir aplacado por el desencanto. Quizás este sea un lugar cómodo para mí. La bella tarea de hacer cine está colmada de privilegios y también de problemas y contradicciones gracias a los cuales el hacer cobra sentido. Hoy me parece que lo osado podría ser avanzar sobre el privilegio de retratar masculinidades con la convicción de tener pleno derecho sobre sus cuerpos, tal como lo hizo Denis. Es un privilegio de clase hacer cine, filmar hombres siendo mujer es un privilegio aún mayor. Se trataría de asaltar ese doble privilegio sobre el terreno de lo masculino, ya sea en las formas de producir cine como en el plano de lo que elegimos representar. Retratar aquello que no nos pertenece, no para parecernos a ello sino por el simple placer de hablar a través de otrxs. Que la imagen sirva a la imagen ¡Bella tarea la de hacer cine así! Y es que en definitiva se trata de bailar con luz, de hacer coreografías con el cuerpo y más allá de él. Vi muchas veces esta película pero la primera vez fue en el cine.
Natalia Labaké es directora y editora. Egresada de Diseño de Imagen y Sonido (FADU- UBA) y de Dirección de Fotografía (SICA). Dirigió Los arcontes y La vida dormida, estrenada en IDFA (Amsterdam) donde obtuvo una mención especial del jurado. Desde 2015, con su productora URSA estudio colabora en proyectos de artes escénicas y visuales para salas de museo y espacios no convencionales (Centro Cultural Kirchner, Centro Experimental del Teatro Colón, Centro Cultural San Martín, Bienal de Venecia, entre otras). En 2016 fue agente del Centro de Investigaciones Artísticas (CIA). Su ópera prima, La vida dormida, podrá verse hoy, el próximo jueves 25, y online por 72 horas –también a partir de hoy– como parte de la programación BAFICI.