Se cumple un año del comienzo de la pandemia. Las escuelas reciben el aniversario de puertas abiertas pero con distancia. Todo hasta nuevo aviso, con grises según distrito, nivel o modalidad. Si el mundo es un manojo de nervios, si ese es el clima global, no hay que pedirle a la escuela que cumpla todos los deseos.
La educación argentina transitó un 2020 con marchas y contramarchas, donde lo que venía siendo quedó a la intemperie. Se exacerbaron los déficits del sistema educativo, pero sus virtudes quedaron en sordina por la ausencia de la presencialidad, que es lo que estructura la potencia de la escuela. La vida privada se exacerbó y las instituciones se vieron desbordadas en su funcionalidad y misión social.
Esa desnudez evidenció lo que puede hacer el colectivo docente mientras el mundo cae en picada, en referencia a nuevos modos de supervivencia. La docencia argentina, con innumerables dificultades para incorporar lo nuevo, se sobrepuso a las restricciones. Dio clases con dos barritas de wifi, corrigió de noche en el contraturno familiar, puso los medios de producción, duplicó su capacidad receptiva, contuvo a familias enteras y llenó las ollas de guiso en los barrios populares.
Sostener que fue así en todos y cada uno de los casos es una zoncera. En una oficina con diez empleadxs hay matices sobre el nivel de productividad; imaginémoslo en una escala de alrededor de un millón de trabajadores de la educación desperdigados por el país. Hay escuelas en las grandes ciudades, con las que se miden todas las cosas, pero también hay escuela en los montes, en las comunidades originarias, en el medio de la cordillera. ¿Cómo afectó esa falta de presencialidad en lo más recóndito de nuestro paisaje? ¿Cómo se la abordó? Las respuestas a estas preguntas están en proceso, siendo relevadas en investigaciones. Lo que es seguro es que para pensar las realidades de la institución más territorializada de nuestro país, difícilmente nos alcance con nuestros marcos urbanos.
LA MATRICULA EN CRISIS
En este año la escuela fue resiliente, cosa que a las familias argentinas les costó mucho. Queda la duda de cuán “dramática” es la baja de la matrícula escolar de un año a otro. Cuántos pibes se alejaron de la escuela por falta de presencialidad plena. Se escuchan voces que aseguran que el número de excluidos del sistema es monstruoso. Si los pibes se caen del mapa, ¿a qué lugar van específicamente? ¿Hay retorno de ese vacío? Aquí entramos en uno de los temas más candentes del (los) año(s) de la pandemia: la presunción de una tragedia matricular que determine linealmente el futuro de esos niños, niñas y adolescentes.
En principio, sólo podremos contar con algunas certezas cuando comiencen a estar procesados los datos del Relevamiento Anual que realiza el Ministerio de Educación de la Nación, alrededor del mes de septiembre. Allí contaremos con información sobre la cantidad de alumnxs inscriptos, entre otros muchísimos datos. Hasta ese entonces, todos los cálculos sobre el tema son especulaciones privadas, operaciones políticas, o proyecciones “a ojo” de lo que uno puede ver en la escuela donde trabaja.
El “abandono” (la forma popular de llamar al desgranamiento, culpando al sujeto) es una situación cotidiana, sobre todo en las secundarias. Todos los años vemos chicos y chicas que, por diversas razones sociales dejan de ir a la escuela. Los docentes intentamos, muchas veces, ofrecer una trayectoria más flexible para sostener la regularidad, aunque eso no implique ir todos los días a cursar. Pero muchas veces no alcanza, y los problemas que esx chicx esté atravesando exceden por mucho la capacidad de intervención de una escuela que, como se dijo, resiste llena de esquirlas en el territorio. Pero así como el desgranamiento es parte del paisaje cotidiano, también lo es el regreso de muchos de esxs chicxs a la escuela, una vez pasados o resueltos los problemas que más interferían con sostener el ritmo escolar. Vuelven, por una segunda oportunidad, más convencidxs, con más ganas, muchas veces a un turno noche o a algún programa de terminalidad, porque saben que, en definitiva, el pasaje al futuro (laboral, de la educación superior) debe incluir el título secundario.
VOLVER A EMPEZAR
Incluso vuelven a socializar, porque la escuela no se va a ningún lado. No sólo eso: a veces ni siquiera abandonan la escuela, sino que simplemente desatienden la parte académica para “ranchar”: no entran al aula, no hacen los trabajos, no apagan la música, pero asisten con puntualidad británica. Para ellxs, tal vez, la escuela sea el espacio más regular, estructurado y afectivo por experimentar; si cierra, solo queda boyar a la espera de otras realidades, muchísimo más hostiles.
¿Qué nos obliga a pensar, sobrevivida la pandemia, que la escuela ha dejado de tener ese sentido para tantos jóvenes y adultos? Si se desconectaron durante 2020, ¿Qué nos obligaría a suponer que “no vuelven nunca más”, como se pronostica en letras catástrofe? ¿Por qué no sucedería lo que sucede todos los años?
Algunas provincias detectaron el problema de la desconexión, y encararon políticas públicas para esto. El programa ATR de la provincia de Buenos Aires, el plan Vuelvo a Estudiar en Santa Fe que existe desde 2013, por dar algunos ejemplos, están centrados en la detección de alumnxs que hayan dejado la escuela, lxs buscan y les ofrecen una alternativa de reingreso o terminalidad. Esto también sucede lateralmente al aparato estatal: lxs docentes -muchas veces en apoyo de las organizaciones sociales- salen extramuro a buscar a lxs pibes que faltan mucho.
La deserción debe activar una política del Estado, eso es Sarmiento por otros medios. Ya no poner un ladrillo -de la puna a los estéros- en cada lugar del país. Hoy universalizar es, entre otras cosas, salir a buscar a los pibxs que están ahí, bastante más cerca de la escuela de lo que se piensa.