El inicio y la finalización de un ciclo es una convención difícil de sostener en ciertos contextos. Eric Hobsbawm afirmaba que el siglo XIX había durado ciento veinticinco años y el XX apenas setenta y siete. Quizás el siglo XXI esté a punto de concluir. Es difícil saber hasta qué punto la Pandemia señala el inicio de un nuevo tiempo. En cambio, no tengo dudas de que la principal lección que nos ha dejado el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO) es que el trabajo no es una mercancía.
Hace un año estábamos discutiendo la necesidad de modificar la Ley de Contrato de Trabajo. La mayoría de los análisis partían de la existencia de un mecanismo impersonal que asignaba empleos, cuya disponibilidad crecía al ritmo del aumento de la productividad del capital. Ese mecanismo impersonal se resume en el concepto de mercado de trabajo. Desde este enfoque, cuando una persona no tiene empleo es porque su fuerza de trabajo es una mercancía poco atractiva o no existen suficientes posiciones en oferta. Así, la precariedad laboral o el desempleo se explican como resultado de la baja empleabilidad de ciertas personas y/o las rigideces del sistema protectorio del trabajo.
LO QUE EL APSO NOS DEJÓ
En muy pocos días esos argumentos perdieron relevancia porque las actividades remuneradas que se desarrollan en el espacio público dejaron de pensarse en términos de su productividad y se empezaron a analizar en relación con la definición de su carácter esencial y no esencial. Esta definición trazó nuevos ejes que ya no distinguían el estatus de la contratación (formal/informal, empleo/locación de servicios) sino su centralidad para garantizar el ASPO.
En este marco, la distinción entre ámbito público y privado, trabajo remunerado y no remunerado también perdió vigencia, acentuando la debilidad del concepto “mercado de trabajo”: ¿cómo calcular la productividad laboral de quienes nos confinamos en nuestros hogares? ¿cuál fue la jornada del personal de salud, que en muchos casos ni siquiera recibió autorización para tomarse francos o vacaciones? ¿qué podemos decir de la empleabilidad de quienes dejaron de prestar servicios (esenciales o no) por no poder delegar las tareas de cuidado?
Para dar cuenta de estas transformaciones en la Universidad Metropolitana para la Educación y el Trabajo (UMET) y el Centro de Innovación de los Trabajadores (CITRA, UMET-CONICET) pusimos en marcha el Monitor Laboral COVID19, a fin de recuperar aspectos clave de la transformación de las prácticas cotidianas de producción, reproducción, consumo y cuidado a las que se había comenzado a conceptualizar con el oxímoron “nueva normalidad”. Los resultados preliminares del Monitor se publicaron en los Nros. 4 y 5 de la colección #MétodoCITRA, pero recupero ahora algunos de ellos para profundizar esta reflexión.
Nuestra investigación muestra que la mayor parte de los sectores no se ofreció capacitación para afrontar las nuevas demandas laborales y rara vez se prestó soporte a quienes llevaron a cabo tareas en forma remota. No hay sorpresa en esto: no había capacitación que ofrecer porque las articulaciones, adaptaciones y reformulaciones que requirió el nuevo contexto se desarrollaron mientras se implementaban. Esta situación no es posible de explicar si asumimos la existencia de un mercado de trabajo que solo asigna posiciones que el capital requiere. En cambio, muestra algo que sabemos que es cierto: quienes trabajamos no somos un engranaje en una máquina estática y prediseñada, sino que producimos saber y damos forma a nuestro oficio al tiempo que lo desarrollamos.
Otro dato muy importante de este estudio es que una amplia mayoría de quienes realizaban sus tareas de forma remota cubrió con sus ingresos personales los costos de conexiones, insumos y equipos. Algo parecido ocurrió a quienes continuaron desarrollando tareas en el espacio público, es decir en los hospitales, los medios de transporte, las fábricas, los mercados y las calles, que en muchos casos debieron comprar con su salario materiales de protección personal, cuando no soportar el maltrato y la violencia ocasionada por el miedo, en sus lugares de trabajo y también de residencia.
La metáfora del mercado de trabajo, que pretende sostener que lo que se compra es nuestra fuerza de trabajo deshumanizada, oculta el aporte subjetivo, personal y afectivo de cada persona que trabaja. Así, se busca sostener la ficción del mérito entre quienes se apropian del producto del esfuerzo colectivo y reforzar la idea de que el trabajo es un insumo más (demasiado costoso, por otra parte). Pero la situación de excepcionalidad nos muestra que ha sido el esfuerzo coordinado, sostenido y creativo de millones de personas lo que ha impedido el colapso de la vida social frente a las restricciones que imponía el contexto sanitario.
JORNADAS MULTIPLES
Nuestros estudios muestran también un acentuado proceso de intensificación del trabajo, por los costos de adaptación y/o la sobredemanda, pero también por un desplazamiento del trabajo medido por cantidad de horas hacia el cumplimiento de objetivos. La extensión de las tareas de cuidado, la disminución de los tiempos de ocio, la pérdida de seres queridos, la soledad, el miedo al contagio y a perder la fuente de trabajo, las secuelas de la enfermedad, la sobrecarga laboral, son fuentes de dolor y malestar cuyas consecuencias en el mediano plazo son difíciles de estimar.
Ha crecido la pobreza a nivel mundial, es cierto. Se han desplomado las economías del mundo, es cierto también. Pero la asistencia sanitaria que se ha brindado, las clases que se han dictado, los alimentos que se consumieron, las vacunas que se desarrollaron, los servicios públicos y privados que se prestaron, la ropa que se ha vestido, los cuidados que se han impartido se explican por el compromiso del sector trabajador. Esto no implica, sin embargo, que esta situación haya sido justa, deseable o provechosa. Las desigualdades en el acceso a los beneficios paliativos ofrecidos por el estado, para quienes se vieron privados de realizar sus tareas remuneradas, es la faceta más cruel de esta injusticia.
En todo caso, queda de manifiesto que quienes trabajamos no solo hemos puesto nuestro cansancio, ingenio y patrimonio a disposición de las necesidades colectivas, sino que seguiremos pagando el precio de este esfuerzo por mucho tiempo y con el valor más preciado: el bienestar de las personas que amamos.
El mercado de trabajo es por todo esto, y por muchas otras razones, una ficción insostenible. Durante el ASPO, la dimensión colectiva del trabajo (remunerado y no remunerado) quedó expuesta en toda su complejidad y la escasa capacidad heurística de las explicaciones marginalistas, también. No hay productividad individual, la producción, la reproducción y el cuidado se sostienen colectivamente, aun cuando los beneficios de ese esfuerzo conjunto se distribuyan en forma desigual.
*Rectora de la UMET