"He aprendido mucho sobre Filosofía en estos últimos años, porque han sido años muy miserables y desafortunados, terribles más allá de lo que todo hombre de experiencia común pueda posiblemente entender o concebir… se me ha revelado un mundo que ignoraba y del cual no encuentro que alguien que ha escrito haya sabido realmente mucho, se me ha revelado el mundo de la miseria". Charles. S. Peirce

El último viernes de febrero, antes de declararse la cuarentena, Enrico releía el canto diecisiete de la Odisea, donde Argo muere al reconocer a su amo tras la apariencia de un mendigo. Enrico anotó en su libreta que los hombres engañan con la apariencia y también con la verdad, pero tal vez… no a los animales. Anotaba también que los mendigos como Edipo u Odiseo son exaltados, cuando sonó el timbre. Creyó que eran sus amigos de los viernes, pero era Oliverio, un viejo profesor, que había forjado una vida aceptable antes de mendigar, arrastrado por una culpa enigmática que le prohibía mitigar su tormento. Enrico lo atendió, fingiendo no conocerlo, al tiempo que intercambiaban unas exiguas frases convencionales, ante el resquemor del hombre que trataba de eludir cualquier evocación, la referencia erudita prefigurada en el habla cuidada y la sintaxis precisa. Sorprendido por la casualidad que vinculaba lo que acababa de leer, con la realidad, Enrico le pidió que esperara porque su mujer estaba cocinando algo que le daría. Oliverio decidió esperar sentado en un umbral de la vereda contraria.

Eran cerca de las once cuando Miguel, que recién arribaba con Roberto, preguntó en qué estaba. Enrico les contó. “Tal vez la literatura propone una ficción ociosa para atenuar la opacidad del mundo”, dijo Miguel. “Por cierto”, respondió Enrico, “siempre me pregunto por qué duplicamos la vida tratando de escribirla”. Roberto se mantuvo pensativo, pero advirtiendo la Odisea que Enrico tenía en su mano, dijo: “No sé si realmente he leído ese libro, y si lo he leído lo he olvidado”.  Posiblemente lo dijo para exponer en una excelente frase algo frecuentemente comprobable. 

La ventana que daba a Zeballos concedía el ingreso de la luz del mediodía, progresiva en el interior, como si pudiese develar la complejidad entretejida en un tema, que amenazaba ser incipiente. Enrico no pudo no pensar en Platón y en una imagen de la verdad como luz que ilumina el conocimiento. Se sentía profundamente absorbido por esa rememoración a un punto tal que muchas noches soñaba que Heráclito declaraba en una plaza de Siracusa, no de Éfeso, que la verdad es el logos desocultando lo que está oculto, tras la férrea apariencia de las cosas. Para colmo, cada viernes era como la actualización de un pasado feliz, atenuado tras las circunstancias fugitivas del tiempo, o mejor dicho, las estratagemas de un tiempo que sucedía a la vez como presente-pasado, anudando fuertemente por el vacío material de las ausencias la nostalgia, lo vivido. Digamos... Ese misterio de la mente que se alarga en soñar o recordar lo que ha sido, sin que parezca natural que se alberguen los recuerdos con más intensidad que el presente reciente. Tanto para lo que ganaba, como para lo que perdía, Enrico sentía intensificar más tiempo en el tiempo y más vida en la vida. 

Media hora más tarde, como era su costumbre, Ricardo llegó. ¡Hablando del tiempo perdido, dijo Miguel…! Roberto se sumó: “Lee mucho a Proust”. Ricardo se sirvió un café indiferente: ¿En qué anda la justa del saber? Miguel siguió un procedimiento platónico: contó lo que Enrico le había contado. La historia de Oliverio que seguía esperando. “Otra novela familiar”, dijo Ricardo. La frase, apenas pronunciada, sonó mal, incluso para él mismo. Miguel dijo: esa frase era propicia para la adinerada burguesía vienesa de esa época. “Oliverio vive en la desposesión, rogando que las noches no sean inclementes”, dijo Enrico. Ricardo replicó: “Bueno, probablemente él también aparenta algo”. La miseria desgraciadamente es real, exultó Roberto, no se puede sublimar en un relato. “Sin embargo, se escribe mucho sobre el hambre”, respondió Ricardo. “Justamente lo cubren de relatos, por no solucionarlo", replicó Roberto.

"He ahí uno de los efectos de la literatura, embellece lo que narra, distrayéndonos de la frecuente impiedad del mundo", explicó Enrico y luego agregó: "Cuando yo era chico, seguía a los linyeras hasta la plaza Guernica, como si asistiera a una épica y conversaba con ellos, pero allí, me fue imposible eludir que esa realidad era atroz, intolerable. Después, para redimirme, enseñé que un sustantivo, interpretado como lo que subyace, la sustancia aristotélica, digamos, sólo es un nombre, no una cosa. Siglos de educación burguesa traen aparejados conceptos equívocos que se han eternizado, una valoración excesiva, inadecuada de las palabras”. 

“Lo escuchamos en las sesiones”, dijo Miguel, “mandatos que martirizan una vida porque el sujeto se hace cargo". 

--Ninguno estamos exento de eso, cuando practicamos una ideología o llevamos una práctica --replicó Enrico--. Yo no soy muy lúcido, y me he regido por mis sentidos, en último de los casos, por la intuición, algo así como... Algo que tal vez se produjo en Descarte, al ver su sombra reflejada por una luz o el brillo de una hoguera y sentir la duda de la existencia como tal y que, para desalojar la sombra de una evanescencia, de la muerte, tácita en su famoso enunciado, se afirmó en un concepto determinante: pienso (debería haber dicho pensamos, ya que no hay pensamiento individual). Por supuesto, bajo cierta singularidad, cualquiera puede promover a través del pensar, la idea. Tal vez como la pensaba Platón influido por sus maestros Parménides o Zenón, “una idea es lo que es”. ¿Qué quiere decir eso? Que es sin ningún determinante, por ejemplo, una línea o un círculo, algo que no depende de una perspectiva aunque pueda utilizarse bajo una. Es en ese sentido que lo social acarrea una vasta carga de impostación. ¿Por qué? Porque hay una cuestión de formas en lo social, fundamentalmente en nuestras clases que siempre se presentan bajo cierta perspectiva, admiten un costado que es lo que se percibe y queda un resto, no necesariamente en el sentido psicológico, que no se muestra. Por consiguiente, lo que es, es algo que contradice la mera idea, porque es lo que no es. Digamos, el sentido de una apariencia.

--Bueno --objetó Ricardo--. Pero eso sucede en todos, y en ese sentido puede ser verdadera.

--Sí --corroboró Roberto--, el gerente del banco cree que lo es, sustancialmente porque se presenta y actúa como tal.

--Sucede en todos, sí, en el médico, el profesor, en el actor --aprobó Miguel--, que aún actuando de sí mismo hace de lo que no es. Tal vez, pero lo que dice Enrico es que la indigencia, si parece, parece ser lo que es…

--Sí, sí --acentuó Enrico--. Quiero decir que no tiene refugio. ¿Cómo puede mostrarse como siendo lo que no es? El harapo denuncia el descarte del cuerpo, su tormento al desamparo que solo tiene como refugio la enajenación y la locura. Creo que éticamente no debemos olvidar que tenemos que ver con eso. 

Roberto agregó: --El burgués mira a un indigente, si es que lo mira, y cree que él no tiene que ver. 

Ricardo asintió: --"Es verdad, algunos compañeros creen que lo que tienen se lo deben a ellos mismos". 

A través de la ventana, Miguel observó que el mendigo se había ido. “Nos olvidamos de Oliverio, dijo con cierto bochorno”. 

Por un momento, el silencio discurrió por el perímetro de la habitación como si fuese desprendido de los libros que en los anaqueles ostentaban su presencia ausente. Algunos, invitando a su misterio, otros que alentaban a repetir el decir de Roberto. “No he leído ese libro, y si lo he leído lo he olvidado".

 

 

 

Los cuatros nos miramos con un sesgo de reproche en la mirada.