Esta nota ya es vieja. Lo que se cuenta en las líneas que siguen pasó hace mucho. Como cuatro o cinco días. Al momento de leerla, este lunes a la mañana o, peor, al mediodía, más de uno habrá visto por la tele, o escuchado por la radio, o experimentado en vivo y en directo el mismo desprecio, la misma indiferencia, la misma incomodidad de siempre frente al limpiacoches que importunó la espera en una esquina con el semáforo en rojo o al pibito que repartía estampitas en el tren. Pero hubo un tiempo en que parecía no ser así. El espejismo duró lo que duran las cosas en los medios: tuvo su crescendo, su clímax y su inevitable caída en el olvido.
Antes de que también yo me olvide quisiera contar que el miércoles pasado, al café del barrio de Abasto entró un nene con uno de esos papelitos todo borroneados en los que suelen escribir que tienen un montón de hermanitos y que necesitan de nuestra ayuda para comer. Quizás era la enésima vez que entraba al mismo bar, pero para los que estábamos ahí parecía que recién en ese momento lo conocíamos. Los de la mesa de al lado se le pusieron a hablar. El mozo no se apuró a echarlo como acostumbraba hacer con otros, o quizás con éste mismo, quién sabe. Yo me sobrepuse a la habitual incomodidad que me generan estas situaciones, saqué la vista fija de la medialuna de manteca y lo miré. Leí el papelito --cosa que nunca hago, para qué, si ya sé lo que dice-- y le dí quince pesos. La décima parte de lo que sale el café que me tomo todos los días. El diezmo. El pibito se fue contento porque ese día, seguramente el anterior y el siguiente también, recaudó como nunca. A la noche, con sus hermanitos, le deben haber rezado a Santa M, en agradecimiento. O tal vez nunca se enteraron de la razón de su éxito inesperado.
La carita de M, esa foto que se viralizó en nuestra conciencia, generó réplicas espasmódicas de empatía. Miles de niños individualizados, únicos, pero reconocidos a través de sus rasgos en común, habían roto el velo impuesto por ese racismo de baja intensidad que se manifiesta, en el mejor de los casos, con la indiferencia.
También la bronca parecía haber cambiado de foco. De repente, para muchos comunicadores y sus fieles seguidores, ya no estaba tan mal cortar una avenida en Capital Federal. El derecho inalienable a la libertad de circulación de los automovilistas que pagan sus impuestos se puso entre paréntesis porque había una vida de por medio. Es que los vecinos y familiares de M no estaban haciendo un piquete exigiendo vivienda digna, ni las cuatro comidas, ni agua potable, ni gas natural, ni derecho a la salud o a la educación, todas esas reivindicaciones que tienen que ver con "la política" pero no --al parecer-- con la vida.
Porque la vida, para una franja de la población bien interpretada por la derecha política, económica y mediática, es apenas un dispositivo biológico que se pone en marcha y se desactiva con autonomía de sus condicionamientos sociales. Lo expresó Diego Santilli con involuntaria claridad en una conferencia de prensa que se desarrolló en el momento más intenso de la búsqueda. El vicejefe deGobierno de la Ciudad repitió al menos cinco veces que el único objetivo era "encontrar a M". Ponía mucho énfasis en ese "único objetivo", un esfuerzo discursivo que no hacía más que subrayar las omisiones. Todo lo que no quería o no sabía o no podía decir Santilli era lo que había creado las condiciones para que la vida de la niña estuviera en peligro.
Ponía énfasis en no decirlo, también, porque la única obligación que asume el Estado neoliberal (que es más fuerte que el Estado populista, tanto en lo que hace como en lo que decide no hacer) respecto de la vida humana es la supuesta preservación de su seguridad física. Hay que nacer, vivir y morir respetando el orden natural de las cosas. La desaparición de M, claro, alteraba este orden natural. Fue esa súbita alteración --y no la continuidad de un orden social excluyente-- lo que convirtió este caso en único y conmovedor. Mañana será otro y pasado surgirá uno parecido, pero todos ellos únicos y conmovedores, despojados de una historia y un contexto.
Para la historia y el contexto están el peronismo y la izquierda. El neoliberalismo se corre. Todo lo que pase con esas vidas en términos de desarollo humano es responsabilidad individual. Con una paradoja: se induce a achacar las culpas de las frustraciones individuales a los grupos de desfavorecidos que se organizan para mitigar los efectos de ese orden natural.
El viernes a la noche, en la esquina de Bolívar y Carlos Calvo, tras una ínfima reyerta entre cartoneros, un operativo policial desmesurado derivó en golpes a un indigente y en maltrato a su pareja embarazada, obligada a apretar su panza contra la pared. Las reacciones de los vecinos y transeúntes fueron variadas pero sonó fuerte el veredicto de una mujer que pasaba por ahí, vio a la chica maniatada y dijo: "estas minas cartoneras son todas unas faloperas, siempre están haciendo escándalo y dejan la mugre por todos lados". Ahora sí despojada de su individualidad, la chica embarazada --que tendría apenas diez años más que M-- había perdido hasta su condición de víctima. En la ciudad de M, su pertenencia a un grupo organizado y desfavorecido (el de los cartoneros) le había cargado los estigmas de la potencial victimaria.