El pasado jueves el Presidente Alberto Fernández hizo uso de la cadena nacional de medios de comunicación audiovisual para compartir su diagnóstico sobre la situación sanitaria y transmitir su preocupación por la amenaza que aparece en el horizonte, pero se abstuvo de anunciar medidas que transformen el análisis en resoluciones de gestión. Hacerlo de esta manera es una decisión que solo atañe al Presidente y a su equipo, seguramente fundada en razones que no trascienden y que por el mismo motivo no pueden ser objeto de análisis fuera de ese círculo responsable de la conducción del gobierno. Cabe sin embargo considerar los efectos y las consecuencias que las decisiones comunicacionales (no la exclusivamente referida al hecho anterior, sino a la estrategia general) tienen en las audiencias ciudadanas. También derivaciones que esa misma estrategia habilita en los medios corporativos convertidos en opositores, estén o no directamente vinculados a terminales políticas.
En materia de salud pública, en particular cuando se atraviesan momentos de severas crisis como la pandemia que seguimos transitando, la comunicación no es ajena a cuestiones de índole política y ética. Y los espacios que no se ocupan y los mensajes que no se dan o no son claros, suelen ser ocupados por quienes se ubican en la acera del frente.
Forma parte del mismo escenario y aunque la observación no tenga nada de original, que mujeres y hombres de la política que militan en la oposición se arrojen como aves carroñeras sobre cualquier situación que pueda habilitarles una ventaja –sea un error, una duda o una fragilidad de quienes gestionan- sin considerar que en las actuales circunstancias el valor supremo es la salud de la población. Mienten cuando proclaman que les importa el bienestar de las personas. Solo piensan en sus propios mezquinos intereses.
A ello se suma una alianza con corporaciones de comunicación y ciertos periodistas que actúan a coro y consonancia con los mismos propósitos. Otros proceden con desconocimiento y escasa responsabilidad para informar sobre temas que son sensibles y pueden generar daño evidente. Sería altamente deseable que quienes ejercen la profesión declinen parte de su protagonismo y ajusten su discurso muchas veces inexacto o directamente erróneo para, con humildad, darle paso a la opinión de los científicos expertos en la materia.
Un par de meses atrás al presentar un informe ante la Cámara de Diputados en el contexto de la pandemia que venimos atravesando desde hace ya un año, el ex ministro de Salud Ginés González García afirmó que “hay un sistema de falsas noticias que erosiona permanentemente la confianza pública. Y sobre todo las verdades y evidencias que lo someten a uno a cosas tan duras como que lo acusan de asesino o de envenenar a los argentinos. Es una cosa descabellada pero genera quiebres en el ánimo colectivo”.
A lo que se refería el entonces ministro no es ni más ni menos que a la situación de convertir también la salud pública en un campo de batalla política sin ni siquiera considerar los costos que esto tiene para la comunidad. La idea del “todo vale” incluye también la decisión editorial de gran parte de los medios televisivos y canales de noticias de transformar en espectáculo hasta la desgraciada situación de la desaparición de una niña, como ocurrió en días pasados. La pregunta entonces tiene que ver con la responsabilidad social y comunitaria que los medios, las y los periodistas tenemos respecto de “lo público” entendido como un bien común que no puede quedar sometido al antojo o al arbitrio de apenas algunos.
Por encima de toda consideración está la responsabilidad del Estado, a quien le compete no solo cuidar la salud de ciudadanos y ciudadanas, sino preservarlos también de las angustias que genera la difusión de noticias en un caso tendenciosas, imprecisas o parciales, en otros directamente falsas. Al Estado le cabe el cuidado integral de la salud de la población, en sus aspectos físicos y también psíquicos. Los obstáculos y las distorsiones informativas también constituyen atentados a la salud pública.
Más allá de esto es preciso tener en cuenta que cada epidemia es un hecho novedoso, único y seguramente irrepetible. Puede compartir algunas características con situaciones anteriores, pero se trata siempre de un evento totalmente nuevo. Esto hace que no puedan preverse todas las circunstancias y que resulte sumamente difícil dar cuenta de todas las exigencias. Pero al margen de ello la eventual falta de coordinación y planificación de los aspectos comunicacionales de una pandemia puede considerarse en sí misma como una falta ética de la gestión pública. Ello porque la confusión, el temor o la falta de información adecuada provoca desconcierto en la población, pánico en algunos casos y discriminación en otros, generando desigualdad en el acceso a las mejores alternativas para solucionar los problemas que se plantean.
Una mirada más amplia debería contemplar también la situación específica de la comunidad, para ajustar la comunicación pública a la realidad cultural tomando en cuenta las dificultades que las audiencias tienen para comprender mensajes vinculados con la salud, no solo por los aspectos técnicos, sino por la fragilidad que encierra el hecho de sentirse directamente involucrados y afectados por la pandemia y sus efectos.