No habría que comer pan. Lo dijo el médico, también lo dijeron en la tele. No habría que comer pan, pero ¿cómo restar ese pedacito al lado del plato? Esa ceremonia en la cual alguien lo toma con las manos y le pone fuerza hacía abajo y hacía afuera, para que por esa línea marcada se separe, se abra y puedan ser dos, o tres, quizás cuatro, todos los que entren en una tira. No habría que comer pan, pero ¿desde donde sostenerse entonces delante de un par de objetos afiliados, que pinchan y cortan? ¿cómo soportar la espera de la comida que se retrasa?

Ir a comprar el pan fue mi primer mandado, a pocas cuadras de casa, bien temprano a la mañana, a una le tocaba el pan y a otra la leche, mi hermano era bebé, y los bebés no hacen mandados. Siempre era mejor ir a comprar el pan, porque en el viaje pellizcaba la miga del pedazo superior de la tira que sobresalía de la bolsa de papel madera, iba haciendo un agujerito todo lo que duraba el viaje: dos cuadras. Nadie quería buscar la leche, porque mi mamá nos enviaba con una olla, hasta la casa de la vecina que en algún lado tenía una vaca, y caminar una cuadra con una olla llena de leche, requería un paso de equilibrista. Nunca era suficiente, ni el paso, ni la velocidad, y a casa llegaba con media olla de leche y las puntas de las zapatillas todas mojadas.

Pero no habría que comer pan.

En la casa de esa chica también comían pan, y esa vez se habían olvidado de hacer la compra a primeras horas del día. Quizás la mamá estaba haciendo la comida y le dijo así: “haceme el favor y andá a comprar unos pancitos de la Nilce”, seguro en ese pueblo se llamaba de otra manera; 15 kilómetros más al sur, y las cosas cambian, pero solo un poco. Seguro había un almacén y seguro tenían pan, seguro le fiaban y quizás ese día también salió con la libreta para que se lo anotaran.

Ese día, a la misma hora que yo salía de la escuela y caminaba dos cuadras hasta mi casa, con la pollera gris, las medias azules hasta las rodillas, y una camisa celeste con un moñito rojo en el cuello; a la misma hora que yo caminaba sintiendo el calor de las 12 y el bibliorato muy pesado debajo del brazo, a esa misma hora, esa chica salía a comprar el pan a un almacén del barrio, parecido al mío, pero sin Nilce.

Caminó un par de pasos que no llegaron a ser una cuadra, estaba ahí no más, en el almacén de la esquina. Y el almacén de la esquina es como ir a jugar de una vecina, está en el radio de lo familiar, de lo conocido, es esa primera zona de independencia después del patio. Después del patio, la vereda, y después de la vereda, la casa de los vecinos, y el kiosco o el almacén de la esquina. Lugares en donde se ensaya ir solo.

Caminó un par de pasos, un voy y vengo, hasta el almacén a comprar unos pancitos. Seguro entró y la puerta hizo algún sonido, una campanita o algo parecido. Del fondo y quizás moviendo unas cortinas de plástico verde como tiene la Nilce, salió un chico y con la voz de alguien que habla por primera vez en la mañana o quizás por primera vez en la vida, le dijo un poco torpe, como con una papa en la boca: “mis papás nos están”. Lo conocía porque era del barrio, un poco alto y grandote, no salía a ningún lado, salvo a la vereda y lo veía ahí, siempre sentado mirando todo. Sin amigos, sin escuela, siempre con papi y mami.

Quizás a ella le daba pena, o le daba risa, porque los pibes así, siempre producen algo que va de la risa, a la pena y el desconcierto. Quizás la mamá le pidió que fuera buena con ese pobre chico siempre solo en la vereda y que se notaba que le faltaban un par de caramelos.

“Mis papás no están” quizá le dijo eso, quizás no sabía vender pan, quizás no sabía cuánto valía o como anotarlo en la libreta. “Mis papás nos están”, dicen que él le avisó, y la invitó a pasar a la casa para esperarlos. Quizás sintió que era mejor que no, seguro sintió una sensación rara de miedo, asco y lástima. Quizás esa mezcla de sensaciones raras no la dejaron decir que no, quizás no quiso ser mala, y pasó.

No tuvo que esperar nada, enseguida entro en su cuerpo algo filoso, y la abrió de un lado a otro, y la sangre salió, dicen que fue mucha.

Algunos dicen que él esperó al lado de ella toda llena de rojo, con los pancitos en una mano y el cuchillo en la otra, algunos dicen que lo primero que dijo cuando llegaron fue “tardaron mucho”, otros dicen que dijo “fue sin querer”, otros dicen que la madre dijo que él no se dio cuenta.

Alguien dijo que llamaron por teléfono a alguien, que la policía llegó antes que la mamá notara que la hija no volvía del almacén, que las bicicletas se agolparon detrás de la ambulancia y la policía.

Ese día estábamos mirando la tele, algún programa bizarro de Roberto Galán, cuando sonó el teléfono. Era mi papá, que trabajaba en el pueblo del lado, en donde una chica de mi misma edad salió ese día, a la misma hora que yo salí de la escuela, a comprar pan al almacén de la esquina, que la mataron, ahí no más, a unos pasos de su casa.

Mi mamá colgó el teléfono congelada, solo pudo decir unas pocas palabras, algunas máximas hechas fragmentos:

“No van más solas a ningún lado”.

“No salen solas a la siesta”.

Y también dijo, ese día lo decidió: “No habría que comer más pan”.

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