A veces pienso la Memoria como una enredadera que crece y se extiende sobre otras superficies: árboles, paredes, alambrados. De un brazo sale otro y de ése otro más, los rizomas se extienden como dedos, se aferran como colas de mono a la rama. Su raíz ya no se ve, la prueba de su potencia está en el vigor de sus tallos, el volumen de los nudos, la corola de las flores. Hay enredaderas, en Buenos Aires está lleno, que en esta época se tiñen de rojo, un rojo intenso como la marca en el calendario del 24 de marzo. Un rojo dolido por el fin del verano, por el señalamiento perenne –no importa cuántos años pasen- del comienzo de la temporada de sangre.
Es una imagen que no dialoga con la rabia fresca que siento cada 24, pero es la imagen que me sostiene. Soy una hoja más en el muro, con mi testimonio siempre en rojo, con el agua de las voces que lo completaron corriendo dentro de los tallos que hacen cobijo también a las telas de araña, los bichos palo, las hormigas que laceran y abren espacio para hojas nuevas. Una enredadera como un coro indignado que se orquesta según su propio bramido, que no se calla. Crece y crece. Las extremidades más atrevidas se montan sobre el propio follaje y cruzan vacíos en busca de otro muro. Y otro más. La Memoria es movimiento y actualización, un organismo vivo que se alimenta de este sol 45 años más viejo, 45 años activo, 45 años empujando el alimento que transforma las mismas voces en otras voces, las hojas caídas en humus, los insectos en aliados de la descomposición y el nuevo magma que funde años en tiempo, tiempo en el que conviven como en el propio cuerpo los años de la infancia, de la juventud, de la madurez. Un tiempo en el que conviven la desaparición forzada de los y las militantes de los 70 con la muerte en una comisaría de San Luis de Florencia Morales después de ser detenida con un paquete de comida en la mano por violar la cuarentena el 5 de abril de 2020. O con los restos todavía sin relato de Facundo Astudillo Castro, también desaparecido durante meses en la cuarentena.
No es bucólico lo que quiero decir. Que sea vegetal la imagen que me habita cuando pienso en la Memoria no quiere decir que esos rizomas, zarcillos, ganchos o raíces adventicias no tengan la fuerza para socavar la pared, abrirle grietas, contagiarle su humedad hasta derruirla. Ese coro enloquecido en la figura de unos organismos en apariencia mudos han tirado abajo gigantescos muros de silencio. Su fuerza está en habilitarse, ahí donde un zarcillo prende, prende otro más. Cuando una voz grita, en el silencio que sigue otra voz encuentra su tono.
Los huesos de mi madre, por ejemplo. Mudos, anónimos durante 35 años, invitados a hablar cuando el polvo se despejó de sus tejidos maltratados, trajeron de vuelta lágrimas suspendidas en el tiempo y testimonios nunca antes dichos. Porque no se sentían habilitados y que ahí, en la ceremonia que invocó la presencia de un cuerpo ya hecho tierra y resto sumaron su voz, su presencia propia. Llegaron a un estrado, acusaron. Aunque sean tan pocas las condenas. Aunque tantos juicios que faltan y que se realizan tengan siempre a los mismos acusados en ese lugar como si no estuvieran a la vuelta de la esquina los ejecutores, como si no hubiera archivos en algún lado, como si no estuvieran los mismos poderes concentrados jaqueando nuestra vida cotidiana.
La calle, la calle cuando demanda también es un organismo vivo que se alimenta de esa experiencia de habitarla, con el dolor y con la rabia que toca avivar para que destelle como el rojo de la enredadera. Con el bocado de vitalidad que es habitarla en la complicidad de la Memoria y la demanda, de la herida puesta en común para reconocer y fortalecer la resistencia.
No es este el momento de abandonarla. No hay paréntesis, ya lo hubo el año pasado cuando no sabíamos que tendríamos que convivir con la pandemia. Ahora, con las aulas funcionando, los bares abiertos, el transporte público llevando y trayendo trabajadores y trabajadoras que nunca dejaron de exponerse y muchxs más que se sumaron para que no se detenga la máquina. ¿Por qué no decir presente? ¿Por qué no darle cuerpo a los cuerpos que nos faltan? La calle, como un organismo vivo y colaborativo, con sus imágenes y sus generaciones intercambiando saberes, tonos, alimento, futuro y pasado, hacen ese magma de presente rebelde que grita por el agua, por los incendios, por los desmontes, por los desalojos, por el hambre, por los 30 mil detenidos y detenidas, desaparecidos y desaparecidas. Por las heridas propias, las que sangran. Por las heridas comunes, las que hacen del otoño, cada 24 de marzo, un otoño rojo.