¿Se puede reemplazar la obra de Lucia Berlin por su biografía? Si la respuesta es sí será porque rinden más los cantos de experiencia exigidos, que los cantos de inocencia de su vida que desgarran, convertidos en gestos, en muecas de dolor, en reflexiones sobre un personaje de Chejov olvidado y retenido con sublime pleitesía en un renglón de Lucia. “Sé exactamente cómo te sientes. Tony no abrió los ojos. Cualquiera que diga que sabe cómo te sientes es un iluso”, escribió en el primer cuento de Manual para mujeres de la limpieza, el libro póstumo que la hizo y hace famosa (parece que habrá película de Almodóvar) cuando ella ya no está.
Lo cierto es que para canjear los recuerdos y las invenciones únicas debemos contar con la deuda de veracidad que la vida oculta. La literatura oculta también, pero su eficacia obliga a olvidarla. Pocas son tan eficaces como la de Lucia aunque es complicado, inmodesto e injusto hablar de “eficacia”, cuando de Lucia Berlin se trata. En sus historias inventadas-reales protagonizadas por una mujer (ella, siempre ella), no hay golpes traicioneros ante la violencia de la vida y la compasión por la fragilidad humana. Nunca.
Cuando llegan sus palabras no podemos dejar de leerlas una vez que empezamos, privilegio de su gracia para armonizar en la página en blanco que deja atrás los ruidos de la prosa narrativa en el momento de encarnar. Entonces, aparece el ritmo justo, la pausa, la reflexión fascinante, el dato, la pista, la pieza del rompecabezas que falta (siempre estamos armando uno como la señora Johansen en uno sus cuentos, una sueca que habla inglés “con mucha jerga, como los filipinos”, una Glenda Jackson de ochenta años que no encuentra la pieza que tiene un pedazo de cielo y unas hojas de arce), el humor que no se disfraza ni acomoda en la ironía y la medida ecuánime -medida por medida- para decir lo que alcanza. Una cantidad de historias acumuladas, y otras que evoca o suscita una comparación, asoman iluminadas con destellos de poeta underground y rabietas, una anécdota hipnotizada.
No olvidemos que, entre otros pretextos para repudiar su tierra nativa, Lucia Berlin tuvo que frecuentar a todo tipo de jazzmen furibundos o malogrados –los fenotipos de la violencia adoptan los modales de la época– y a Ramón Sender (fue su alumna).
En la vida de Lucia las ciudades nombran el itinerario de un tour musical particular: nació en Alaska, jugó en campamentos mineros del oeste de los Estados Unidos, vivió una temporada con la familia de su mamá en El Paso, una adolescencia en Santiago de Chile y una vida adulta en México, Arizona, New York, Colorado y Los Ángeles. Caravana nómade, tres matrimonios, cuatro hijos, drogas, alcohol y centros de desintoxicación, mudanzas y cartas, y un dinero que ganaba limpiando casas y pagaba los gastos, completan el tour, apenas el resumen del tour de la cuentista norteamericana a quien para jerarquizar en el descubrimiento de vidrieras la crítica comparó con Carver, Flannery O`Connor, Carson McCullers. Se fue sin saber que sus cuentos iban a estar en la lista de los libros más vendidos. Razones de un tiempo desvanecido por los artificios del éxito que empasta la lengua y la garganta. Murió el día que cumplía sesenta y ocho años. Un día le dijo a alguien que le gustaría que de vez en cuando una chica descubra sus libros en una biblioteca. Démosle el gusto y salgamos a leerla.