Desde París
La Argentina de hace 45 años era mucho más que el espejo de si misma. Aquella espesura de horror e impunidad era el reflejo más oculto de Occidente. Las potencias encontraron en la Argentina y en América Latina un puñado de payasos sanguinarios para hacer el trabajo sucio. Los Videla y sus acompañantes eran los obreros sin guantes de una guerra que Occidente mantenía con la entonces Unión Soviética y sus satélites ideológicos. La junta militar respondía localmente y con la debida obediencia al mandato que le había sido inculcado años antes en la famosa Escuelas de las Américas, en las academias militares de Washington, o a través de los manuales de la contra insurgencia escritos por los militares franceses luego de sus experiencias en las guerras de Indochina o Argelia. Nunca escapamos al mundo, jamás estamos fuera de él. Aquel militarismo feroz fue el reflejo de la colonización ideológica de la misma manera en que el menemismo fue la prolongación argentina de la corriente ultra liberal de los años 90, que la irrupción de De la Rúa fue la reencarnación latinoamericana del flujo social demócrata que también recorría Europa y que el liberalismo preñado de odio y violencia promovido por el macrismo no es más que la interpretación tardía y local de los fascismos renovados y autoritarios que surgen en varios puntos del planeta.
Esto no exime a los asesinos de la responsabilidad en los crímenes de Estado cometidos durante los años de la dictadura, ni a la sociedad y los medios que los respaldaron de su culpabilidad colectiva. Aunque confrontada, ninguna sociedad sana puede pactar con esa barbarie uniformada, ni aceptar el asesinato, la tortura o la desaparición como metodología restauradora, menos aún como ideal de un imposible progreso. Cualquier sociedad que se entrega a la adoración del mal absoluto o que ve en él una salvación termina devorada por el mal, desde la raíz hasta la superficie. Extraerse de esa contaminación radical necesita muchos años y un trabajo terco de memoria y pedagogía. En ese proceso interviene una de las perversiones más dolorosas que se desencadenan después de las guerras. Las víctimas, los sobrevivientes, están sometidos a un deber histórico: deben enseñarle a la colectividad a defenderse del mal, deben transmitir la memoria del mal para recuperar el bien y el sentido común. En toda guerra la inocencia es mayoritariamente culpable. La inocencia es, de hecho, la principal victima: los bombardeos matan a más inocentes que protagonistas del conflicto. Pero lo peor no se acaba allí. El escritor británico Graham Greene escribió en una de sus novelas: ”en el momento de la separación se sufre poco. La conmoción viene después”. La conmoción, en nuestro caso, radica en que la víctima, la inocencia, debe perdonar a sus verdugos para que la sociedad pueda seguir existiendo. Perdón no es olvido, es Nunca más. Pero esas dos palabras tan hermosas, tan llenas de amor por el futuro, de confianza, hacen de las víctimas inocentes pedagogos de la historia que se está escribiendo. Sin memoria no hay conciencia y sin ella no hay identidad. Asumir la memoria, el paciente trabajo de reconstrucción constante del relato del mal es una necesidad vital. No habrá Nunca más si alguien no traza constantemente la frontera, si los grupos humanos no remueven los estragos de la conmoción por encima de la idiotez, la indiferencia, la pereza histórica, las agresiones o la irresponsabilidad.
Visto desde el presente, el ayer de la dictadura parece una pesadilla vomitiva. ¿Qué generación, qué ideología trastornada puede identificarse con aquella banda de sepultureros tristes? Quise ver el episodio sanguinario de la dictadura desde otro soporte. Conozco un historiador francés especializado en América Latina que hace algunos años se propuso la empresa de componer un álbum de figuritas con las fotos de los dictadores homicidas de los años 70 y 80. Pacientemente, por abecedario, recolectó imágenes de los Videla, los Masera, los Pinochet, los Ríos Montt y otros secuaces contemporáneos. Se fabricó un álbum y pegó las imágenes como si fueran jugadores de fútbol para componer, dijo, el “equipo del mal”. Había visto el álbum otras veces, pero le pedí que me lo volviera a mostrar justo en estos días en que se cumplen 45 años del golpe de Estado de 1976. Fue una experiencia triple, a la vez del horror, de la vergüenza y de la comicidad trágica que emanaba de aquellos figurines patéticos. Fue como recorrer una galería de enterradores, un museo gris de criminales tristes y aburridos, entumecidos por la propia fortaleza de la barbarie que encarnaban. Una cosa vieja, sucia, fuera del tiempo, desgastada. Eran arrapos de un Siglo que los llamó para aplastar la vida. Ningún ensayo, ningún libro de historia, ningún documental hubiera sido capaz de retratar con tanta exactitud e impiedad lo que representaban los jugadores del “equipo del mal”. Sus rostros eran el antídoto visual de la época en la que vivieron, la versión opuesta y patibularia de aquellos años de creatividad literaria, musical e ideológica. Eran agentes venidos para matar al ser, a la juventud, a la libertad y a la emancipación. Y nos mataron.
Sentí que eran, más allá de sus trágicas facciones, una mancha. Entonces recordé la frase final de una película (Cleaner, con Samuel L. Jackson, Sin Rastro Alguno en la versión española) en la que el personaje principal, un especialista en la limpieza de escenas del crimen, dice: “las manchas tienen memoria”. Aquella hilera de figurines asesinos eran nuestra mancha. Y entre esa mancha y nos otros mediaba una obligación histórica. Hasta el último aliento, hasta la última palabra posible, nuestro deber seguirá siendo siempre elevar esa mancha hacia la luz para que el olvido y la manipulación política o ideológica de la memoria no limpien la escena de un crimen imborrable. Aunque maduremos, aunque superemos, aunque juzguemos a los culpables, aunque perdonemos, sus descendientes continuarán intentando obstinadamente borrar la mancha y trastornar la memoria. Las extremas derechas europeas lograron rearmarse ocultando la mancha, y ello pese al constante y masivo trabajo de memoria realizado por los Estados. En la Argentina nos queda un espacio extravagante de libertad y soberanía: no imitarlas, no permitir que se rearmen con corbata y sin uniforme. Por haber sufrido violaciones masivas a los Derechos Humanos podemos ser la sociedad que no olvida, aquella que le enseña a un mundo olvidadizo que nada se reconstruye apoyándose en el mal que devastó. Somos portadores de una memoria llena de lecciones transmisibles, y de una capacidad inaudita para reconstruirnos pese al vuelo contaminante de los especialistas en limpiar escenas de crímenes colectivos.