Ese día me levanté muy temprano y recuerdo que había dormido muy poco, aunque era habitual en mí por características de toda la vida y porque me fascinaba, como hasta hoy, ensoñarme con la escucha de radio a la madrugada.
La cadena que anunció el golpe fue a las 2 y el primer comunicado de la Junta a las 3.15, y también me acuerdo muy bien de que esa noche simplemente se trataba de esperar la marchita militar. Entonces, cuando apareció y como suele suceder con las noticias irreversibles, el escalofrío quedó menguado.
Yo tenía 20 años y era un tipo sin militancia pero muy politizado, como correspondía a mi generación. A un secundario en el Nacional 9, el Urquiza, en Flores, entre -digamos- el Cordobazo y Cámpora. A una familia de clase media-media con padre de izquierda y resto “evitista”. Y a unas ansias avasallantes de usar la locución profesional, la comunicación periodística, todo lo que fuera exposición pública en ese sentido, para generar conciencia ideológica en las masas… Así de ampuloso.
A media mañana del 24 tomé el colectivo rumbo a la farmacia, en Once, donde trabajaba como empleado en atención de mostrador y colocando medicamentos en los estantes. Hacía eso hasta la tardecita y después me iba a cursar en el Instituto Superior de las Comunicaciones Sociales, hasta casi la medianoche.
Nunca voy a olvidar cómo sentí lo que rigió a lo largo de ese día: el silencio. Una forma de silencio, en realidad, que por supuesto se reproduciría pero que, en esa jornada, adquirió un valor simbólico terrible.
En la calle, en el transporte público, en los bares, entre los clientes de la farmacia que como siempre no paraban de entrar y salir, entre los compañeros de laburo y de estudio, entre jefes y profesores, se hablaba en voz baja. Muy baja. No me animaría a decir que se trataba de susurros. Pero sí de un modo de expresión indicativo de la obligatoriedad de cuidarse. Y eso envolvía a quienes, sabía uno, apoyaban al golpe derecho viejo.
Lo notable, durante largo tiempo, fue que hablar bajito o sin altisonancias involucró además a las reuniones íntimas, reservadas, a salvo de botoneos.
En mi familia era habitual incurrir en griteríos, y con mis amigos la pasión política conducía, por lo común, a polémicas encendidas.
Nada o muy poco de eso siguió pasando después del 24.
Los diálogos, incluyendo las puteadas contra los milicos, eran de guiño cómplice. Con muchas más gesticulaciones que elocuencias verbalizadas.
Entre mi círculo de amistades y conocidos se mentaba, bajito, que detrás de escena había operativos clandestinos muy jodidos. Mentiría si dijera que alguno de ellos tocó de cerca. Era un sobreentendido que eso estaba ocurriendo, pero inicialmente no tuve comprobación efectiva de hasta dónde llegaba, en lo instrumental, el clima opresivo.
Habrá sido a los pocos meses del golpe que estaba en un bar con una novia. Veníamos hablando, bajito, de las inquietudes genéricas de ambos. Pasamos a para qué yo quería ser un “locutor periodístico”. Le dije que había que pensarse como un “combatiente del micrófono” a favor de la justicia social, se lo escribí en uno de esos papeles de los servilleteros y le pedí que lo guardara como testimonio de mis convicciones.
A los días de eso, ella vino alarmada, me contó que andaba merendando en un bar de por ahí, que aparecieron varios policías, que empezaron a registrar a todos, que le vaciaron la cartera, que uno de los canas leyó mi papelito, que le preguntó quién había escrito “eso del combatiente” y que ella contestó algo así como “nada que ver, estábamos charlando con un amigo y jugando a las frases”. El cana no insistió.
Ese fue mi primer registro específicamente terrorífico de lo que estaba viviéndose.
Me recibí en diciembre del año siguiente y al toque ingresé como informativista de Continental.
Pude construir allí relaciones entrañables, algunas de las cuales perduran, y empecé a ganarme espacio a fuerza de ser un profesional que sabía opinar con las inflexiones narrativas y con… los silencios, siempre los silencios, bien puestos en la lectura de las noticias y en las opiniones que podían colarse.
Detrás de esos silencios estaba de manera estentórea la voz bajita con que en las madrugadas de la radio me enteraba, sucesivamente, de lo que sucedía en la Esma porque Massera se había ido de boca en una reunión con editores; de los quilombos que había en “el Comando” desde que en marzo de 1980 empezaron a caerse la plata dulce y las fantasías clasemedieras, por la quiebra del Banco de Intercambio Regional que asesoraba Mariano Grondona; de los cables prohibidos de las agencias extranjeras, que iban revelando paso a paso el avance inglés sobre Malvinas y el delirio de que estábamos ganando.
Horas antes de que cayera Puerto Argentino, la directora de Continental me llamó para decirme que, desde “el Comando”, le exigieron levantar el programa que conducíamos con Liliana Daunes (Anticipos, en la primera mañana de sábados y domingos), porque se notaba “falta de vocación patriótica en la voz”.
Era estrictamente cierto, y no tuvieron forma de levantar el programa por la obviedad de que se les pudrió todo.
Pero lo que me interesa resaltar es eso repetitivo de la voz, los silencios, el volumen bajito en cada conversación, que en todos esos años solamente se habían transformado en alboroto cuando los mundiales de fútbol de ‘78 y ’79. Más Malvinas.
Por fuera de tales episodios, lo que nadie me sacará de la cabeza es haber tenido que administrarse la vida, hasta que gracias a la guerra volvimos a la democracia (suena horrible, pero es así), en modulación bajita. En cada reunión. En cada encuentro hasta con gente confiable. Por las dudas.
De hecho, uno de los eslóganes de la dictadura fue que El Silencio es Salud.
En consecuencia, apenas me pidieron que escribiera algo para este suplemento, y siendo que el tema era “libre” en lugar de ceñirse a un sendero determinado, me atravesó inmediatamente contar en primera persona.
Y acordarme de aquella madrugada del 24 con la marchita que hace honor a que la justicia militar es a la justicia lo que música militar es a la música.
Y de ese viaje hasta Once en el 5 que tomé en Lacarra y Rivadavia, y de una novia que tal vez me hizo zafar porque convenció al cana de no insistir.
Y de eso de que hablar en voz baja era mejor.
Creo que no es un dato secundario, hoy que podemos hablar en el volumen se nos cante.