Hace pocos días fue vandalizado el cartel de señalización de la ex ESMA con una pintada en aerosol: “Formosa libre”. Días anteriores habían hecho lo mismo con la placa que lleva los nombres de los desaparecidos que eran socios del club Ferrocarril Oeste. Pintaron encima: “Perdón, Videla”. Y cuando renunció el ministro Ginés González, un grupo protestó por la administración de las vacunas y tiró bolsas mortuorias frente a la Casa de Gobierno con los nombres de algunos referentes de los derechos humanos, como Estela Carlotto.
El 24 de marzo llegó con estos precedentes cercanos. Se supone que la fecha no tiene nada que ver con la provincia de Formosa, ni con las vacunas, ni con el fútbol. Se supone al cuete. Estos ataques demuestran que aquellos a quienes les irrita, o se sienten afectados por el repudio al terrorismo de Estado ven puntos de contacto entre todos esos hechos.
La fotografía terrorífica del golpe de las fuerzas armadas, la dictadura militar, la represión, los secuestros a mansalva, los campos de exterminio, las familias buscando a sus desaparecidos en un vía crucis infinito, los cadáveres NN, los cerebros tenebrosos de torturadores, violadores de prisioneras y embarazadas y apropiadores de los hijos de sus prisioneros, la oscuridad como insignia, son imágenes de esa fotografía que se va destiñendo con los años.
Mientras todo ese sufrimiento se derramaba sobre el país, los medios mantenían una fiesta hipócrita que contrastaba con ese dolor. Los almuerzos educaditos con la farándula que discutía pavadas y algunos que expresaban su admiración por la firmeza de Videla o se enamoraban de Massera.
La mayoría del país tenía un familiar, un vecino, un conocido o compañero de trabajo desaparecido, como se pudo constatar después. Recordar el contraste entre ese dolor extendido sobre un trasfondo de terror y la fiesta frívola de almuerzos y competencias de llamados telefónicos llega a ser insoportable.
Al dolor de perder un ser querido en un destino de padecimiento inenarrable se le sumaba esa otra tortura: la actitud indolente, insensible, indiferente con la que el terrorismo de Estado pretendía encubrir sus crímenes.
Los que protestaron por Formosa, por las vacunas o por el fútbol eligieron sus blancos con premeditación. Crean el escándalo sobre un tema sensible actual y después lo orientan con alevosía contra el gobierno y contra la política de derechos humanos que se reivindica todos los 24 de marzo, en el aniversario del golpe del '76. Hacen un paquete que los identifica a ellos por la negativa y al gobierno por la positiva.
Habrá muchos que se molesten con esa división de aguas. Seguramente no quisieran quedar instalados junto a los que reivindican el aspecto más miserable de la condición humana que quedó expuesto durante la dictadura. Hace 45 años hubo muchos como ellos que se sintieron incómodos, pero igual acompañaron al terrorismo de Estado. La incomodidad no es una disculpa. Siempre es una elección, como ahora.
El terrorismo de Estado no es solamente esa fotografía de hace 45 años, sino que es un fantasma amorfo, corporizado por la ensalada de ideas que representan a los que tiraron las bolsas mortuorias o vandalizaron Ferro y la ex ESMA. Ellos no son torturadores ni dictadores militares porque no pueden o no quieren, pero son los que en el tiempo les allanan el camino y alimentan a la bestia.
El golpe del '76 no salió de un repollo. Fue empollado durante muchos años de actitudes similares a las que se han enumerado. Sobre todo muchos años de concebir el debate democrático como la destrucción del disidente, la demolición del adversario después de haberlo privado de su condición política y presentarlo como delincuente. Y alegar que al delincuente que quiere pasar por político hay que exterminarlo.
El golpe no fue un exabrupto sino el punto más alto de un camino de ascenso e intensificación progresiva de esa carga cultural que sólo concibe al adversario como carne de patíbulo. O de degüello, para aproximarlo más a la tradición histórica de los argentinos. En ese proceso hubo momentos muy parecidos al actual con respecto a la exacerbación del odio y esa naturalización de la muerte del que opina distinto que simbolizaron las bolsas mortuorias que se arrojaron ante la Casa de Gobierno.
No sabremos si los que lo hicieron son golpistas o no, o si respaldan la desaparición y la tortura. Pero sí sabemos que con lo que hacen allanan el camino, preparan los procesos del pensamiento que producen a los que sí lo llevarán a cabo. El fantasma del terrorismo de Estado está vivo si es que los fantasmas tienen vida, como el odio y los miedos.
El macrismo cometió un error al ceder al gobierno el repudio al terrorismo de Estado porque de esa manera le concedió la exclusividad en la defensa de derechos ciudadanos que son la base de una democracia. Esos derechos tendrían que ser parte de un consenso democrático suprapartidario.
Hay un sector importante del macrismo que no quiere los juicios a los represores. Sin vergüenza y sin tratar de ocultarlo, intentó mandar a los genocidas y torturadores a sus casas y trató de instalar entre las fuerzas represivas ideologías equivalentes a la doctrina de la seguridad nacional que dió vida a la pesadilla de las dictaduras de los '70.
Hay otro sector del macrismo o de Cambiemos que, de la boca para fuera, dice simpatizar con las políticas de preservación de los derechos humanos. Pero ese sector, incluyendo una tropa de comunicadores que en algún momento se rasgaron las vestiduras y escribieron libros sobre el tema, quedó relegado al discurso de los amigos de los genocidas.
Uno podría pensar que después de 45 años, el repudio al terrorismo de Estado que se efectúa todos los 24 de marzo con marchas multitudinarias, actos en centros políticos, culturales y gremiales y campañas en las escuelas, ya no tendría que ser tan necesario. Pero allí están los amigos de los genocidas cuando vandalizan la ex ESMA o Ferro, o las baldosas conmemorativas de los desaparecidos, para recordarnos que cada vez es más importante el repudio a las dictaduras. No hay que bajar los brazos.