¿Qué es el populismo? No, por cierto, la simplificación burda que lo reduce a charlatanería. Tampoco una bolsa de gatos mezclados sin ton ni son. El populismo es una lógica política que les da entidad a los estratos comunitarios excluidos por los poderes hegemónicos, dice Ernesto Laclau, en La razón populista. El proyecto populista promueve estrategias para socavar la supremacía del capitalismo financiero, que le niega derechos al pueblo desde un individualismo extremo. Las minorías mega-enriquecidas y sus acólitos explotan y descartan a los sectores social y económicamente débiles. Revertir este estado de las cosas es la propuesta populista.
El historiador Federico Finchelstein, en su reciente libro Breve historia de la mentira fascista, afirma que existe una relación directa entre la mentira del fascismo histórico y los populismos de derecha, a lo Trump. ¿Denominador común? Desprecio por la democracia y culto de la falsedad que toman como verdad. Recién a partir de 1945, con la derrota de los fascismos tradicionales, surgieron populismos dispuestos a participar del juego real de las democracias.
El populismo progresista sostiene consignas sociales inclusivas: que las persona sin voz -por mujer, por diversidad sexual y de género, por carencia económica, por el color de la piel, por discapacidad, por migrante, por haber nacido en una villa- devengan sujetos de derechos; que existan restricciones a las prebendas de las elites. A este populismo es al que Macri le teme. De ahí su posverdad o, dicho en criollo, su mentira: “El populismo trabaja sobre destruir el futuro para vivir el presente, y cuando termina de fracasar, deja tierra arrasada”.
Macri se miró en el espejo y, como con sus CEOs y sus radicales conservadores no lograron lograr los logros, lo que vio reflejado -cambiar futuro por presente, dejar tierra arrasada- en lugar de asumirlo como propio (ya que es una selfie de su gestión) se lo atribuye al populismo que lo derrotó.
Analizar los diferentes populismos deconstruye tanto la hipótesis de la “bolsa de gatos”, inventada por cierta izquierda ilustrada, como la acusación de “demagogia” proveniente de la posderecha, tan astuta para transferir activos del Estado a sus cuentas privadas, como desprovista de ilustración. Sin mencionar que sus campañas electorales son burda demagogia tipo “pobreza cero”.
Un movimiento populista puede ser urbano o rural, de izquierda o de derecha, restaurador o revolucionario. Pero su verdadera identificación proviene de su manera de articular un discurso que define una noción de pueblo. El relato del populismo es performativo, al nombrar al pueblo le otorga entidad, atiende sus demandas y alienta la manifestación social. Los opositores al populismo levantan la bandera de la libertad individual. Defienden, por ejemplo, su derecho a no cuidarse en pandemia sin reconocer lo obvio: la covid 19 no es una enfermedad individual sino comunitaria. Pero el libertario desprecia las necesidades populares. ¿Uno de sus lemas? No cuidar, excluir.
Les antivacuna y antipopulismo tienen la solidaridad del escorpión, que le ruega a la rana que lo transporte hasta la otra orilla del río. Me picarás, replica ella. No tontuela, ¿no ves que si te ataco moriría yo también?, no sé nadar. Acepta llevarlo y el escorpión la envenena con el aguijón de su cola. La necropolítica está en la naturaleza de la derecha: viva el cáncer, bolsas mortuorias, que muera quien tenga que morir.
Otro obstáculo epistemológico para determinar el alcance de los movimientos populares: quienes fomentan políticas progresistas suelen no asumirse como populistas. Tal es la carga peyorativa que le han dado al término sus opositores, que contagiaron a los propios seguidores de las políticas populares, de modo tal que la mayoría no se autodenomina populista. Quizás esté llegando la hora de las marchas del orgullo populista, chori y moscato incluidos.
En la entrada “liberalismo”, de Wikipedia, la primera acepción es categórica: “doctrina política, económica y social, nacida a finales del siglo XVIII, que defiende la libertad del individuo y una intervención mínima del estado en la vida social; el liberalismo económico defiende la libertad de precios en el mercado”. La segunda opción para liberalismo, en realidad, refuerza y adorna a la primera: “calidad y actitud de la persona que es tolerante y abierta”.
Ahora bien, en la entrada “populismo” la primera acepción lo desestima como potencial político, dice: “tendencia o afición a lo popular en todos los ámbitos de la vida, en especial en el arte; (y pone por caso) la música de aquella época está impregnada de un melodismo directo y de un populismo que facilita el acceso del oyente desde una primer audición”. La segunda opción de populismo refuerza lo arbitrario e impreciso de la primera: “tendencia política que dice defender los intereses y aspiraciones del pueblo”.
Destaco lo taxativo del verbo defiende en la definición de liberalismo, y lo dubitativo de la proposición dice defender, en la de populismo. La comparación demuestra lo tendencioso de la definición presuntamente “objetiva” de dos conceptos contrapuestos. Se hacen cosas con las palabras. Mientras que sigamos creyendo en la gramática seguiremos creyendo en dios, evoca la sentencia nietzscheana. Quienes gozan del poder factico deciden sobre el significado, la ética y la ontología de lo que definen. La enciclopedia digital trata con respeto al liberalismo y ningunea al populismo.
* * *
Para coronarla, si en Wikipedia se busca sinónimos de demagogia, indica: “electoralismo, populismo”. El lenguaje no es inocente. La desconexión con la realidad mediante la no verdad junto al expolio de lo público en beneficio del capital privado es el hilo conductor del accionar neoliberal. Su contraparte, el populismo progresista, es inclusión, equidad, independencia económica, fortalecimiento estatal y soberanía nacional. El wawa de Troilo no quiere arrancar / Falta envido, truco, chiste nacional / “Estamos en vena”, grita el mayoral / Y pagás el vale un día después / ¿Qué ves? ¿Qué ves cuando me vez? / Cuando la mentira es la verdad. La canción de Divididos renueva su vigencia cuando el derrotado del primer tiempo (y de los entretiempos) se declara vencedor, como si su mentira fuese la verdad.