Desde Quito
Las alarmas se encendieron cuando la vicefiscal de Colombia llegó a Quito días atrás con la causa montada contra Andrés Arauz en las manos. Situación de crisis, análisis de escenario, y, finalmente, una noche calma y fría. Fue una nueva amenaza en la campaña presidencial, que desde la hora cero estuvo marcada por las maniobras contra la candidatura de quien busca llegar al Palacio de Carondelet para reconstruir el proyecto de la revolución ciudadana.
El cuadro es similar al de las elecciones bolivianas del 2020, con la victoria de Luis Arce: nada puede darse por seguro hasta que sea puesta la banda presidencial, ni la realización de las elecciones, tampoco un desarrollo estable de acontecimiento en los días posteriores a los resultados, en caso de ganar Arauz. La diferencia entre un proceso y el otro es que en Bolivia existía un gobierno de facto, mientras que en Ecuador se trata de un presidente elegido constitucionalmente.
El caso ecuatoriano es paradigmático: el gobierno de Lenín Moreno no solamente traicionó el proyecto por el cual fue elegido y a muchos de sus antiguos compañeros -otros lo acompañaron en la puñalada-, sino que abrió las puertas a un proceso de cierre interno de vías democráticas. La persecución abarcó los diferentes niveles: el liderazgo principal, es decir, Rafael Correa, las segundas y terceras líneas, los sucesivos partidos luego de la pérdida de Alianza País, con causas desde corrupción hasta delitos de rebelión.
Ese proceso conllevó un diseño institucional con puntos neurálgicos, como la Fiscalía. Allí está ahora la principal causa montada contra Arauz, en una operación trabajada junto con a la Revista Semana y la Fiscalía de Colombia, un medio y una institución bajo mando de factores del Centro Democrático, partido de Álvaro Uribe, al frente del gobierno. La situación en Colombia es trágica: según los datos del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz, entre el 2020 y los meses del 2021 han ocurrido 110 masacres con un total de 446 víctimas, el asesinato de 342 líderes sociales y defensores de derechos humanos, 12 familiares de líderes, y 74 firmantes de los acuerdos de paz.
La causa, montada desde esa Fiscalía, es la principal carta pública para intentar golpear la candidatura de Arauz. Ya fueron sorteadas otras amenazas, como un pacto entre Guillermo Lasso y Yaku Pérez -segundo y tercero respectivamente- para un recuento de votos que finalmente no ocurrió luego de un giro de Lasso, o un llamado público por parte de Pérez, en representación de un sector de poder, a una intervención de las Fuerzas Armadas en el proceso electoral para criminalizar a Arauz, cambiar el Consejo Nacional Electoral y anular la primera vuelta.
En Ecuador se concentran los principales elementos de lo que conforma una democracia restringida, donde la principal fuerza política es perseguida y obstaculizada para poder participar. Los paralelismos con el caso argentino son varios: el despliegue mediático y político para acusar de corrupción sistemáticamente al anterior gobierno articulado al intento de disciplinamiento vía Poder Judicial. ¿Qué hará Arauz ante esos poderes en caso de victoria? Es una de las principales preguntas, al igual que en Argentina luego de más de un año de gobierno.
Las similitudes en la utilización de un dispositivo mediático-judicial para perseguir a los principales liderazgos en países donde existieron gobiernos populares son ya conocidas: Brasil, Argentina, Bolivia y Ecuador. El caso venezolano se sitúa en otra escala, la de bloqueo desde Washington, robo de activos, operaciones armadas encubiertas, institucionalidad paralela, el arrastre del conflicto al terreno de las trincheras, el precipicio, la crisis permanente y prolongada.
En cada caso la pregunta es la misma: ¿cuáles son las reglas del juego? ¿hacia dónde buscan avanzar los poderes fácticos nacionales, internacionales, y sus representantes políticos? Puesto en perspectiva, se puede ver que en trece años ocurrieron cuatro golpes de Estado en el continente contra gobiernos progresistas -Honduras, Paraguay, Brasil, Bolivia-, el despliegue del lawfare, una comunicación de asedio, la construcción de instancias electorales en escenarios de desestabilización, la mutación de las derechas con exponentes como Jair Bolsonaro, que representa una tendencia en desarrollo en el continente, afianzada en diferentes países de Europa y en Estados Unidos.
No existe respuesta única ante la otra gran pregunta: ¿qué hacer ante eso? La situación es diferente según las fortalezas de los movimientos y gobiernos populares, la institucionalidad, o el lugar que ocupa cada país según el mapa estratégico estadounidense en el marco de las disputas globales con China y Rusia.
Las coordenadas cambian si se analiza Argentina, con la existencia de un movimiento obrero, territorial, feminista, de derechos humanos, y el entramado del peronismo, Bolivia, con fuertes movimientos indígenas, campesinos, mineros y el MAS, o Ecuador, con la ausencia de estructuras de organización popular y partidaria dentro de la revolución ciudadana, y un movimiento indígena en disputa entre sectores de izquierda y de derecha -siendo Pérez expresión de lo segundo-. El objetivo de la derecha en este caso es doble: desterrar al correísmo y desplazar dentro de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador a quienes encabezaron el levantamiento en el 2019.
Desde ese diagnóstico de escenario pueden situarse los acontecimientos recientes en Bolivia, con la detención de Jeanine Añez, exministros del gobierno de facto, altos mandos militares, policiales, y el dirigente de la Resistencia Juvenil Cochala, Yassir Molina. Este último factor es clave, se trata de neutralizar una estructura armada dentro de Bolivia, creada antes del golpe del 2019, desplegada en sus días de asalto con asesoramiento internacional y amparada luego por el gobierno de facto. No es la única formación armada -su ubicación en Cochabamba, centro del país, es estratégica-, el principal punto de acumulación de fuerzas de la derecha golpista es Santa Cruz, con el golpista y ahora gobernador Luis Fernando Camacho.
La evolución de los conflictos en varios países pone en duda la posibilidad de que pueda existir un acuerdo con los factores de poder dominante económico y político, que implicaría -seguramente- mantener un statu quo profundamente y cada vez más desigual. Esa dificultad de acuerdo no reside en la voluntad de diálogo de los gobiernos progresistas. El caso de Argentina es una muestra clara.