Este miércoles 24 de marzo se conmemoró el día Nacional por la Memoria, la Verdad y la Justicia en la República Argentina. La fecha coincide con la instauración en el año 1976 del terrorismo de estado que impuso el último golpe cívico-militar y eclesiástico. En ese entonces se abría el período más oscuro de nuestra historia, con un saldo de treinta mil personas desaparecidas y cientos de niños y niñas cuya identidad aún permanece en poder de sus apropiadores. Se trataba de la repetición de un genocidio fundacional. En efecto, la contingencia quiso que esta fecha --24 de marzo-- coincidiera con un hecho poco destacado en la historiografía oficial, a saber: la conclusión del exterminio a la que fue sometida la nación indígena y que dio origen a la versión moderna del país agroexportador exigida por el capitalismo de fines del siglo XIX.

Es así que hambriento, desnudo, sin armas --y con la promesa de que le entregarían tierras para el cultivo y la cría de ganado--, el 24 de marzo de 1884[1] se entregaba en la localidad neuquina de Ñorquín el último cacique ranquel: Manuel Namuncurá. El Estado lo ascendió al rango de coronel de la Nación, pero de las tierras no se supo más. Había concluido la conquista del desierto: una empresa que diezmó a los pueblos originarios y proporcionó tierras, títulos, y honores a la banda del General Roca, el mismo que no por nada Macri y su banda de Ceos suelen elogiar cada vez que tienen oportunidad. (Lo cierto es que, de haber estado Macri hoy en el gobierno, nuestro país estaría transitando otro genocidio, basta mirar lo que ocurre en el Brasil de Bolsonaro).

Se hace por demás oportuno señalar que si, tal como lo destaca Lacan: la historia es el “reverso del habeas corpus”[2] (esa institución jurídica propia de un estado de derecho “que persigue ‘evitar los arrestos y detenciones arbitrarias´ asegurando los derechos básicos de la persona”[3]), allí donde hay cuerpos deportados, abandonados, excluidos, o desaparecidos, palpita el síntoma cuya oscura repetición da cuenta de los efectos de la pulsión de muerte sobre una comunidad hablante. De esta manera, cada aniversario de la implementación del terrorismo de estado dibuja un nuevo trazo con que cernir ese agujero imposible de colmar. Por eso, para volver al espinoso tema de nuestra constitución como nación, nada mejor que la ficción a la hora de testimoniar la falla que toda identidad porta como marca de su estructural bastardía, en este caso la de este país tan reñido con sus raíces.

Por ejemplo, según Juan José Saer: “Tierra es ésta sin... -eso fue exactamente lo que dijo el capitán cuando la flecha le atravesó la garganta”[4]. Esta cita de “El Entenado” alcanza para vislumbrar la violencia que --como correlato de la anomia-- emergió no bien la “civilización” hacía pie en suelo americano. De la misma forma que, al proponer su libro “Un desierto para la nación: la escritura del vacío”[5], Fermín Rodríguez revertía --sin dejar de homenajear-- títulos como “Una nación para el desierto argentino”[6], el cual más allá de todos sus valores, no deja de invisibilizar la existencia, cultura e historia de los pueblos originarios. De hecho, la misma invisibilización que padecen los niños y niñas en situación de calle, uno de cuyos recientes casos acaba de conmover al país entero. No por nada, en su “Facundo o Martín Fierro”[7], Carlos Gamerro señala la operación discursiva que Miguel Hernández realiza al rescatar para el acervo imaginario nacional la figura del gaucho en detrimento del negro, pero sobre todo del indio. Por algo, si de desiertos hechos de discurso hablamos, imposible no evocar la cínica mueca de Videla cuando afirmaba: “no están ni muertos ni vivos, están desaparecidos”.

De esta manera, si es cierto que la noción de síntoma “es el único elemento que tienen en común”[8] Marx y Freud, bien podría concluirse que el origen colonial de nuestra nación explica algo de la insensatez por la cual amplios sectores de nuestra población desprecian lo nativo a cambio de los espejitos de colores que venden las corporaciones, cuya política de hambre y saqueo desaparece y mata --cual reverso del hábeas corpus-- a quienes luchan por la memoria que constituye la dignidad de una nación.

Quizás por estas razones, como pocas otras fechas el 24 de marzo convoca en cada persona los distintos momentos de una vida: infancia, adolescencia, escuela, universidad, trabajo, taller, amigos, etc. Instancias que se actualizan y superponen merced al sentimiento común por preservar el espacio de memoria que nos hace humanos. Desde este punto de vista el cuerpo de una nación siempre es una ausencia ----un olvido inolvidable-- en torno al cual una comunidad hablante no cesa de dirimir sus conflictos, deseos e intereses. Que esta identidad vacilante haga de la dignidad un nombre para tramitar el trauma, explica por qué tantos ponen el cuerpo para preservar el lugar de la palabra, ésa que la dictadura antes, y ahora esta oposición neoliberal y negacionista que soportamos, se empeña en corromper para someter nuestros sueños al régimen de una miseria planificada.

La actual pandemia que asola a la humanidad prueba una vez más que el horizonte de la derecha es siempre la muerte: “que se mueran los que se tengan a morir”, dijo Macri al resumir la actual fórmula genocida que el neoliberalismo propone al mundo en esta hora crucial. Sembrar memoria --tal como los treinta mil árboles plantados a propósito de esta fecha-- es una tarea tan imperiosa como urgente. Vivimos en un país con sectores políticos que depositan bolsas mortuorias con el nombre de defensores de los Derechos Humanos en plena Plaza de Mayo; gobernantes nazis ejecutores de un genocidio sanitario a pocos metros de nuestras fronteras; columnistas de la prensa hegemónica que niegan el reciente golpe de estado en el altiplano; y una Corte Suprema de Justicia que hace poco tiempo pretendió otorgar el beneficio del 2x1 a los genocidas.

De esta manera, si es cierto que todo lo personal es político, conmemorar el 24 de marzo supone construir una y otra vez en cada ámbito --sea familiar, laboral, académico o el que fuere-- la trama simbólica que nos preserve de la repetición mortífera a la que nos pretenden arrastrar los poderes enemigos de lo propiamente humano.

Sergio Zabalza es psicoanalista.


Notas:

1. https://www.clarin.com/revista-enie/ideas/historia-perdedores_0_BJ4e5DxFG.html

2. Jacques Lacan, “ Joyce el síntoma”, en Otros Escritos, Buenos Aires, Paidós, 2012, p. 595.

3. https://es.wikipedia.org/wiki/Habeas_corpus

4. Juan José Saer, “El entenado”, Buenos Aires, Seix Barral, 2002. 

5. https://ridaa.unq.edu.ar/handle/20.500.11807/1887

6. Tulio Halperín Donghi, “Una nación para el desierto argentino”, Centro Editor de América latina.

7. https://www.telam.com.ar/notas/201605/145851-facundo-o-martin-fierro-de-carlos-gamerro-gano-el-premio-de-la-critica.html

8. Jacques Lacan, El Seminario: Libro 18, “ De un discurso que no fuera del semblante”, Buenos Aires, Paidós, 2009, p. 24.