Magnumficadas

De un tiempo a la fecha, ya es costumbre que Magnum –prestigiosa agencia internacional de fotografía fundada en los años 40 por Robert Capa, Henri Cartier-Bresson, Rita Vandivert y compañía– abra sus archivos para su clásico Square Print Sale; es decir, la venta de algunas de sus mejores imágenes a 100 dólares la pieza, en impresión limitada, autografiada o certificada (en caso de que el autor ya haya estirado la pata). En ediciones pasadas, las fotografías fueron agrupadas por tópicos como “El momento decisivo”, “Obra de la imaginación”, “Lo escondido”, “Cercanía”, “Grandes viajes”, y ahora, inaugurando el 2021, habemus flamante selección. Son más de 90 fotos de reconocidos artistas de distintas décadas y latitudes las aunadas bajo incitante temática, “Lo inesperado”, en pos de “celebrar la imprevisibilidad de la vida, explorando los accidentes felices y los giros inusuales de eventos que conducen a imágenes memorables”. Niñas levantando bolsas de plástico como si fueran cometas en Omán, 2004, fotografiadas por Ian Berry; una manada de elefantes circenses caminando frente a la torre Eiffel capturada por el galo Guy Le Querrec en el ’78; un proto-hipster caminando por las calles de New York en 1971 eternizado por el sudafricano Ernest Cole; caracoles flotantes de antaño tomados por el fotorreportero suizo Werner Bischof; “zorros voladores” que retratase Trent Parke durante los dos años que recorrió su Australia natal, parte de su elogiada serie Minutes to Midnight: hay de todo como en botica a disposición. Incluida una encantadora foto tomada por Philippe Halsman a la actriz Tippi Hedren en 1962, para revista Look, en el set de Los pájaros, de Alfred Hitchcock. La pic muestra el vínculo inesperado (por supuesto) que se desarrolló entre Tippi y Buddy, un cuervo, entrenado para encender fósforos, como demuestra el ave frente a la lente de un Halsman rápido de reflejos.

Mucho cuidado con la letra chica

Desde los años 70 se ha ocupado el rotativo finlandés Helsingin Sanomat, uno de los principales diarios de los países nórdicos, de un tema cada vez más acuciante como lo es la crisis climática. No conforme con cubrir las novedades sobre la ecología a pique, empero, la publicación ha lanzado una petite herramienta que busca sacudir la indiferencia en forma inmediata: una tipografía. En efecto, la Climate Crisis Font –tal es el nombre de esta flamante fuente ajustable– permite visualizar el derretimiento del hielo polar a partir de datos reales, de manera decididamente impactante. Las letras enflaquecen ante la mirada del usuario, que puede regularla ajustando una escala de tiempo deslizante; es decir, seleccionando cualquier fecha entre 1979, cuando comenzaron las mediciones por satélite del hielo del Ártico, hasta 2050, momento en el que –según estimaciones de especialistas– se habrá reducido en un crítico treinta por ciento. Así, una letra originalmente corpulenta, “con bordes afilados como los hielos”, va mutando nomás corren las décadas a una variante más curvilínea y delgada, apenas legible, que refleja “cómo se derriten y hunden en el océano”. Cuentan los diseñadores Daniel Coull y Eino Korkala, fichados para la faena, la importancia de representar desde su campo “un tema que es familiar para todos, pero que aún requiere nuestra constante atención”. “A diferencia de lo que está sucediendo con la pandemia, el cambio climático es una crisis que acecha sigilosamente: la situación empeora tan lentamente que cuando las consecuencias son visibles, ya hemos pasado el punto de inflexión”. “Si el diseño puede abrir la conversación, generar conciencia o, por qué no, invocar un llamado a la acción, entonces hemos hecho un buen laburo”, anota la dupla a cuento de su tipografía audaz y eficaz, que ya está siendo utilizada por el Helsingin Sanomat para cubrir ciertas noticias, y está disponible para la descarga gratuita de quienes gusten ponerla en práctica.

Cortar por lo sano

Estar atrapado en una conversación aburridísima sin poder improvisar una salida cortés inquietaba al psicólogo Adam Mastroianni cuando era aún un estudiante de la Universidad de Oxford. Miedo bien fundado a juzgar por el reciente estudio que ha llevado adelante el especialista, en pos de cotejar si la gente finiquita una charla cuando quiere o si sigue por más tiempo creyendo –erróneamente– que su interlocutor la está pasando pipa. Para arribar a una conclusión, se hicieron dos pruebas: la primera, una seguidilla de preguntas a más de 800 personas sobre charlas con amigos o familiares; la segunda, emparejar a unos 250 desconocidos para que hablaran el rato que quisieran, sin extenderse más de 45 minutos. A partir de analizar los casos, el desenlace no dejó mucho lugar a la duda: la mayoría de las charlas se extiende considerablemente más de lo que deberían. De hecho, del total sondeado apenas un 2 por ciento quedó conforme con la duración de la perorata, mientras un 70 por ciento confirmó que las chácharas eran demasiado largas, que gustosamente las hubieran cortado a la mitad pero no lo hicieron para no parecer maleducados, ofensivos. “El problema es que las personas ocultan sus verdaderos deseos”, dice Mastroianni, hecho corroborado a partir del propio testeo, donde pidieron a los participantes que adivinaran qué pensaba su compañero, si quería cortar o seguir el parloteo. Las conjeturas de la gente, un auténtico desastre: la vasta mayoría consideró que su interlocutor quería seguir cuando no era el caso. Para colegas de Adam, el estudio sugiere que las personas son menos hábiles de lo que se creía para intuir qué pasa por la cabeza del otro; también, un excelente ejemplo de lo poco que se conoce sobre el funcionamiento de la conversación. Mastroianni, mientras tanto, espera que sirva su trabajo “para que la gente deje de esforzarse tanto, se relaje y disfrute realmente de una buena charla”. O escape a la velocidad del rayo cuando las pasa canutas, sobra la aclaración.

Romanos versus arábigos

Desde su sede en el Marais, barrio parisino, el Museo Carnavalet –dedicado a la historia de la capital francesa– ha estado en el centro de una acalorada discusión en estos días, tras informar Noémie Giard, una de sus curadoras, que la institución decía adiós a los números romanos en sus fichas informativas, reemplazándolos por la versión arábiga. La intención, explicaba la muchacha, era facilitar la compresión de algunos de sus visitantes, a los que aparentemente no les entra en el bocho el longevo sistema numeral desarrollado en la Antigua Roma, que emplea letras mayúsculas como símbolos para representar ciertos valores, conforme es harto, harto sabido. La excusa de “homogeneizar contenidos”, empero, dejó mal de sabor de boca a ciertos entendidos, en especial a escandalizados medios italianos, que pronto levantaron el guante llamando a la medida “una idiotez”, “un flagelo de la corrección política”, “el símbolo de la renuncia a la enseñanza clásica”, entre otros efervescentes apelativos. Para prueba, las palabras que publicara el sulfurado escritor y periodista Massimo Gramellini para el rotativo Corriere della Sera: “Con todos mis respetos a madame Giard, en tiempos de Luis XVI (¿o debería decir Luis 16?) le habrían cortado la cabeza por mucho menos. Esta decisión es la síntesis perfecta de la catástrofe cultural en curso: primero no se enseñan las cosas y después se eliminan para no hacer que los que los que no las conocen se sientan incómodos. Una educación plana no es un objetivo, sino una desgracia”. Intentando apaciguar las convulsas aguas tras notar que la razón de “dar accesibilidad universal” no convencía, aclaró el museo que “Luis XVI y Enrique IV seguirán leyéndose como tales”. “No hemos abandonado los números romanos en su totalidad, aún se utilizarán para los nombres de reyes y emperadores en casi tres mil carteles”, tuiteó la galería, destacando que el cambio se aplicaría a las fechas, los siglos. Además, no faltó quien se apresurase a recordar que el Carnavalet no es el primero en adoptar el arábigo para períodos: cuatro años atrás el Louvre, de las pinacotecas más visitadas del planeta, había hecho lo mismo. Frente a las explicaciones, tampoco dieron el brazo a torcer las voces críticas al son de “mal de muchos, consuelo de tontos...”. Más allá de que la controversia haya sido o no magnificada, quienes no tardaron en mofarse del asunto fueron tropecientos internautas, que apelaron al humor para burlarse del despiole, con tuits del tipo: “¿Será que pronto se cambiará el nombre de X-Men a 10-Men?” Ahora que lo mencionan...