¿Cuántas complicidades se necesitan para mantener la pesada cadena de la apropiación de los cuerpos de niños, niñas y adolescentes en la violencia sexual por parte de las instituciones del poder?
La violencia sexual contra niños, niñas y adolescentes es un analizador de la sociedad machista y clasista en la que vivimos, o sea, deja a la vista, para que los vayamos descubriendo uno a uno, los eslabones de una trama abrumadora de complicidades institucionales.
Hace pocos días absolvieron al excura Carlos Eduardo José que ejerció violencia sexual contra quien era una niña de jardín y luego una adolescente, Mailín Gobbo. No sólo operó con total impunidad para sacarla de clase durante todo el tiempo que él quisiera para abusarla en el ámbito del Instituto José Obrero de Caseros, sino que además usó su poder de sacerdote para someter a su familia a la cual visitaba bajo la excusa de su capacidad de sanación, para lograr la confianza que le franqueara el acceso a permanecer a solas con su hija en su habitación “para sanarla”.
Docentes y padres que quedaban entregados a la confianza hacia una figura empoderada por la institución de la Iglesia, por ser supuestamente protectora.
Pero entendamos bien. La confianza no era hacia la persona individual del excura, sino a su investidura por parte de la institución que lo había empoderado en el cargo que le había otorgado. Esto significa que es la institución también la que fue violentada por Carlos Eduardo José al haberla defraudado en la confianza otorgada.
¿Qué hizo la institución Iglesia Católica frente a uno de los suyos que violó la confianza que la propia institución había depositado en él para educar?
En lugar de sentirse agraviada suspendiendo al excura hasta que se investigue lo denunciado lo trasladó a otra escuela, lo protegió escondiéndolo una semana en un seminario, tiempo en el que permaneció prófugo de la justicia. O sea, amparó al violento, desamparó a los violentados y a todas las comunidades educativas que confían en ella. Una red de complicidades que no constituye un caso aislado sino un modo habitual de operar.
¿Entendemos la gravedad que tiene que una institución que se ocupa de la educación de niños, niñas y adolescentes, con muchísimas escuelas a su cargo, frente al riesgo de quedar cuestionada, intente negar y tapar sus fallas y hasta los delitos que se cometen en su interior, trasladando a quien es un agresor de niños, un delincuente, a otra escuela, a otra comunidad, para que lo siga haciendo? ¿Cuál es la confianza que podrán tener padres de niños, niñas y adolescentes para entregar la educación de sus hijos en manos de una institución que va a velar por la reproducción de sus propios privilegios sin considerar la protección de derechos de las infancias que sus actos, como institución que toma a su cargo tareas educativas, deberían reflejar?
¿Cuál es el nivel de sometimiento que se necesita por parte de la comunidad para poner de costado estas acciones institucionales y seguir apostando a la educación en manos de la Iglesia Católica?
La complicidad de la justicia patriarcal aporta sus escabrosos eslabones a esta pesada cadena de complicidades: para otras tres jóvenes que se animaron a denunciar al excura sus denuncias prescribieron. Y en el caso de una cuarta joven que se animó a denunciarlo, le tomaron declaración en la fiscalía en presencia de los abogados del excura, quienes en una clara maniobra machista revictimizante le pidieron que describiera el tamaño del pene del agresor, con lo cual la joven, arrasada, no pudo volver a declarar.
El marco social de impunidad que construyen estos representantes institucionales para los delitos de violencia sexual entorpece y obstruye el proceso individual de elaboración psíquica del traumatismo padecido por cada niño, niña o adolescente y sus adultos protectores.
El trabajo psicoterapéutico no alcanza. La reparación de cada psiquismo individual depende también de que se logre desarticular esas pesadas cadenas de impunidad. Que las instituciones que operan con complicidad sólo preocupadas por sostener sus propios privilegios sean interpeladas por el discurso social. Que se cuestione su idoneidad para seguir a cargo de tareas tan sensibles como son las educativas o de administración de justicia para las infancias y adolescencias.
Si es reconocido como un delito en el discurso social, si el abusador es castigado por la ley, si se hace público quién fue el que causó el daño y quién fue dañado, el procesamiento en el psiquismo de la víctima tendrá mejores posibilidades. No alcanza con el trabajo psicoterapéutico. El marco social de impunidad para los delitos de abuso entorpece el proceso individual de elaboración psíquica de cada niño, niña o adolescente abusada.
* Psicoanalista de niños, niñas y adolescentes.