Hubo un tiempo en que los diarios reproducían las partidas de ajedrez de los campeonatos más importantes, en que surgían promesas como Oscar Panno, en que sobresalían sabios de la tribu que habían atravesado hambre y guerras como Miguel Najdorf. En ese tiempo, un psicótico genial llamado Bobby Fischer tenía la estatura de un star-system. Hace 50 años, entre la primavera de 1970 y la de 1971, Fischer se reveló como un porteño más. Hizo amistad con Najdorf, se fanatizó con Sandro, charlaba de cualquier cosa con Antonio Carrizo y se escondía en bodegones del Centro a comer milanesas con papas fritas. Nadie podía prever que terminaría confinado en Islandia con la traza de un Unabomber o un linyera denostando a su país y vindicando a Hitler.
Nació en la ciudad de Chicago, en 1943, y a los pocos años los especialistas le descubrieron un coeficiente intelectual de niveles insólitos. Tenía dientes de leche cuando ya no conseguía rivales para jugar al ajedrez. Ganaba siempre. Todo en él era singular: su timidez se confundía con manía persecutoria. Hablaba varios idiomas sin haberlos estudiado: detestaba la educación formal y Napoleón para él fue “un señor con el que nunca tuve el placer de ganarle una partida de ajedrez”. Ahí está, hace cincuenta años: camina por Corrientes, va al Club Argentino de Ajedrez, tiene “pinta”, firma autógrafos. Ama a Buenos Aires y Buenos Aires lo ama. En los barrios los chicos juegan al espejito o al chupi, cambian figuritas y hablan de Ermindo Onega, Patota Potente o Pelé, pero también pronuncian apellidos difíciles como “espasqui”, “naidorf”. Con mi hermano tenemos un juego de madera (con el caballo blanco decapitado; la cabeza nunca apareció), seguimos las partidas en las páginas de Najdorf en Clarín, asimilamos estrategias (la defensa india del Rey, la elemental salida Pastor) y en el buffet de Estrella Federal, el club del barrio, durante cuatro domingos a la mañana se realiza un torneo en el que los veteranos transpiran frente a adolescentes de mirada desafiantes como la de Robledo Puch, John Lennon o Fischer. La tensión generacional todo lo abarca. El interregno Levingston-Lanusse tiene tal ingravidez política que un militante del PC no tiene temor de llevar al club una serie de fotos en blanco y negro del Che Guevara jugando al ajedrez.
Pero el Che fue asesinado, Los Beatles se separaron y Robledo Puch va todavía al Colegio Cervantes de Florida, sobre Lavalle, a cuatro cuadras del club. Es 1970: Fischer gana en el Teatro San Martín la posibilidad de jugar al año siguiente la candidatura para determinar el retador del campeón, el ruso Spassky. Todo se despliega como en una serie de televisión. Dicen que los asesores de cada jugador son espías encubiertos. La guerra que representa el ajedrez es, en verdad, metáfora de Guerra Fría; los jugadores son meros títeres de la disputa entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, la CIA y la KGB. En las calles empiezan a escucharse consignas con el sueño de una tercera posición: Ni yanquis ni marxistas. Pero el tablero tiene dos colores.
Pasó un año. Octubre de 1971. Ahí está Bobby Fischer, ni yanqui ni marxista al fin y al cabo: un renegado de su país, uno de los pocos norteamericanos que despierta adhesión entre la gente de a pie. La foto lo muestra nuevamente en el Teatro San Martín. El lunático player se enfrentará en una suerte de semifinal mundial al armenio Tigrán Petrosián. La clasificación se define en doce partidas: gana el que llega a 6 puntos y medio. Los argentinos vibran como si fuera una pelea de box en el Luna Park. En el hall del teatro colocaron un tablero vertical gigante con los trebejos colgados en los respectivos escaques. Con una varilla, un operador mueve las piezas de acuerdo a la información que le van pasando desde el interior de la sala. Sentado en sillones o en el piso, el público sigue las alternativas del match, analiza las jugadas y hasta rompe en un aplauso ante una movida imprevista. La primera partida fue para Fischer; la segunda, para Petrosián. Las cuatro siguientes, tablas. Empate parcial en dos puntos y medio. Parecía peleado, pero no: a partir de ese momento apareció la fiereza de Bobby. Se masticó al armenio con cuatro triunfos al hilo. El marcador final quedó 6 y medio a 2 y medio.
Al año siguiente, 1972, en el llamado Match del Siglo, Fischer barrió en Reikiavik a Spassky. El ruso sintió la humillación de la paliza y se retiró de la última partida por teléfono porque no quería ni verle la cara al petulante de Bobby. Fischer no había cumplido los 30 años, alcanzó la gloria, y a partir de entonces todo fue barranca abajo. Pero esa es otra historia.
A medio siglo de aquel extraño mundo, la serie Gambito de dama no solo recreó en clave femenina los años en que el planeta se agrietaba en dos bloques sino que provocó una revolución inédita en el juego. En tiempos de pandemia, impulsó un fenómeno ajedrecístico impensado. Logró que las partidas online se multiplicaran en cifras escandalosas. Las redes se atoraron de torneos y clases a distancia. El nuevo escenario virtual hasta llegó a convocar el aporte de sponsors.
Hay varias líneas históricas, pero dicen que el ajedrez viene de Persia o de la India. Jorge Luis Borges lo ubicó, vagamente, “en el Oriente”. “Cuando los jugadores se hayan ido, /cuando el tiempo los haya consumido, / ciertamente no habrá cesado el rito. / En el Oriente se encendió esta guerra / Cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra./ Como el otro, este juego es infinito”, escribió en unos sonetos en El hacedor, de 1960. En 1981, en el famoso poema Los justos, entre un listado de actos y circunstancias, refiere a “dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez” como “esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo”.
Más allá de los contrastes que hay entre la pasión por aquellas partidas porteñas de Fischer de hace medio siglo y el fenómeno que produjo Netflix, el ajedrez aparece, con su tiempo demorado y con la posibilidad de encuentro aún en la confrontación, como una resistencia al capitalismo. Se trata al fin, como pregona Byung-Chul Han, de la fortaleza del ritual en contraposición a la ilusoria “fluidez comunicacional”, ese imperativo que baja de las redes. En el café Varela Varelita, en Parque Lezama, en Parque Rivadavia, hay gente que se empeña, sin saberlo, en salvar el mundo.