En un paraje bonaerense cercano a Lincoln, llamado por esas vueltas de la historia Coronel Martínez de Hoz, pero conocido antes y después como Cojudo Muerto, estaba emplazado desde 1952 un busto de Evita, blanco, de medio cuerpo, adorado por la mitad de los poco más de mil habitantes, y detestado por el resto.
El 1955, antes del golpe que derrocó a Perón, empezó a correr el rumor de que los antiperonistas locales lo primero que harían sería destruir esa escultura, arrancarla de su emplazamiento en el centro del pueblo para arrastrarla con una camioneta hasta su total destrucción.
Bettina, que es quien recuerda el suceso y creció en una casa peronista de esa localidad, dice que esta parte de la historia la recuerda de oídas, y que a veces los relatos no coincidían exactamente, pero era básicamente por un detalle: el lugar en el que los peronistas de Cojudo Muerto decidieron adelantarse a lo que presumían sería la ofensa al busto que homenajeaba a esa mujer que amaban todos ellos: fueron una noche, levantaron ellos mismos el busto de Evita y lo llevaron con el sigilo de la noche al campo de uno de ellos, de la familia Cartechini, uno de cuyos miembros era el fotógrafo social del pueblo, que había retratado cumpleaños, homenajes y casamientos.
Las versiones difieren en el lugar preciso en el que fue ocultado para su preservación: algunos dicen que fue en el interior de una tapera, otros que fue a pura intemperie. Metieron la escultura en un tanque de agua con tapa, y lo enterraron para dejarlo a salvo de “los contra”, que en ese pueblo chico adelantaban la rabia con la que preparaban su venganza contra la mujer amada por la otra mitad de los vecinos. En lo que coinciden es en que midieron con exactitud los pasos que había entre el lugar en el que aquella noche enterraron la cisterna que contenía el busto, y una tranquera que llegaba hasta la calle, para esperar los tiempos históricos que les permitieran volver por él para desenterrarlo y emplazarlo donde lo vieran todos.
De modo que un día de 1955 el golpe se produjo, pero en la plaza, cuando los antiperonistas fueron a derribar el busto, quedaba solamente el pedestal. Durante los años que duró la proscripción, el dato de la ubicación real del busto -la cantidad de pasos desde el sitio elegido y la tranquera-, fue un secreto colectivo que fue guardado y transmitido de padres a hijos para cuando llegara el momento de que el busto de Evita pudiera volver a su lugar original. Adentro del tanque de agua, junto al busto, habían guardado además libros, trofeos, símbolos peronistas que aquellos vecinos rurales habían decidido también poner a salvo.
Bettina, cuya familia participó de la puesta a salvo del busto, cuenta que habían pasado los años y que hubo arados, lluvias, movimiento de alambrados en aquel campo, y poco a poco el secreto del lugar preciso fue quedando en un círculo cada vez más pequeño de peronistas locales.
En l983 no se animaron, decidieron esperar un poco más, estar seguros de que la democracia finalmente no sería pasajera. Fue en l987 cuando se produjo “el desentierro”, palabra que en Cojudo Muerto remite directamente a aquel día. Bettina tenía entonces 15 años, y ese día nunca se le fue de la memoria. “Fue uno de los momentos más mágicos de mi vida”, dice. Porque todo era incertidumbre después de tanto tiempo, porque eran pocos y ya eran viejos los que habían participado de aquella ceremonia nocturna en la que el busto había sido enterrado en una fosa, y luego tapado con tierra sobre la que nada, ninguna señal ni piedra ni montículo servía para indicarles dónde estaba.
La memoria prodigiosa y militante de los vecinos sobrevivientes mantuvo en vilo a medio pueblo, que se reunió en el campo de los Cartechini. Para todos, aquel fue “el día del desentierro”: eran dos las dudas que tenían los que concurrieron a esa cita. Una, si aquella medición de los pasos entre el lugar indicado y la tranquera no se habría ido deformando con el tiempo, es decir, si lo hallarían. Y otra, si el tanque de agua en el que lo habían colocado habría resistido todos esos años para preservar el busto. Los atormentaba la idea de que aquella cisterna no hubiese sido suficiente para resguardar la belleza con la que la recordaban.
Más de un centenar de personas del pueblo chico estaba presente aquel día, hasta el candidato a intendente. Hubo una primera explosión de alegría cuando después de cavar en el lugar que indicaban las cuentas de pasos tomados por los más viejos, fue finalmente hallada la cisterna que contenía los tesoros preservados. La segunda salva de gritos de alegría fue cuando el busto de Evita resurgió intacto, sin un solo rasguño, apenas sucio por la tierra que lo había protegido.
Todos lloraban mirándola. “Los hombres rudos, de campo, esos hombres que a mí a los 15 años me parecían tan secos, tan distantes, todos lloraban, se sonaban los mocos, se abrazaban, mirándola a ella, blanca y perfecta. Imaginate, era una misión cumplida”, narra Bettina.
Fue un día histórico en ese pueblo llamado Coronel Martínez de Hoz. El busto fue prolijamente limpiado y luego quedó a resguardo en la casa de los Cartechini, a la espera del momento de tener todo listo para volver a colocarlo en la plaza Eva Perón, en el kilómetro 322, a dos kilómetros de la estación de tren.
Lo hicieron poco después, y hoy ella sigue allí, intacta y blanca en su mármol, después del cobijo que le dieron los que la amaban tanto y tan fuerte que guardaron durante décadas ese secreto.