Esa viejita que cruza Oroño debería estar muerta hace años. Desde que la conozco es una anciana de pelo largo cano y anda con un paquete de diarios en sus manos. Sin barbijo, sin miedo, eternizada en una edad inoxidable. Pudo haber sido hija de un payador de Lavalle, tal vez la mismísima pulpera de Santa Lucía, tal vez una modelo porno ligth en cartones beige que se ofertaban por los lupanares, tal vez una maestra de las campiñas, luchadora de la independencia, una espía doble de ingleses y zaristas, tal vez la esposa de un anarquista pone bombas. Quién sabe. 

Esquiva las bicicletas de reparto con holgura y se pierde en el horizonte desvelado del atardecer. Hay gente para la que no pasa el tiempo. El mundo a mi alrededor es tremendamente aburrido: las mismas caras, el mismo temor de ser asaltados, las mismas parejitas tomadas de la mano camino a un futuro de convivencia y autoexilio. Algunos se sientan en la vereda de un kiosco que transmite un partido a tomar cervezas y vitorear fantasmas alentados por fantasmas. Gordos de la birra, sin más esperanzas que un triunfo de su equipo, desbarbijados, huérfanos de certezas y expuestos a un horizonte de barrios con casas bajas, motos que atropellan gente sola para extraerles otras soledades, parias sin hogar con hermanas casadas con críos y sin empleo, como todos ellos.

Yo sigo acostumbrado a sobrevivir, desde siempre, desde que el mundo era mundo y andaba por los caminos vendiendo cosas inútiles entre gitanos y maravillas que aún no he narrado porque no suelen ser de este mundo. 

En esta pandemia me he preguntado quién soy y no le hallo respuesta. Nada podrá absolverme ni tampoco condenarme. Estoy en un territorio exangüe de un partido empatado eternamente. La vida pasa rápido y lo que hoy sueño que pude haber sido se me borra en cuanto trato de hilvanarlo. Al fin de cuentas es un tejido que crece y se despelucha a la vez. Soy una Penélope esperando por mí en una estación de ferrocarril que Perón ha diseñado y otros han deshuesado, mirando por las vías anhelando sin pena que yo mismo sea quien regrese de este hipnótico viaje donde soy feliz e infeliz a la vez, donde soy mujer y hombre, donde soy mi padre y mi madre, donde comienzo todos los días y culmino sin saber para que empecé. 

Déjenme, no traten de develarme que yo me entiendo. No quiero hacerles perder su tiempo tan precioso. Contemplo las cosas y los seres como si recién viniera al mundo y a la vez con un hastío sobrenatural del que ha vivido todo y que ni la muerte constituye un alivio. Debe ser el póst covid y su remanida “niebla mental”. Ya me han vacunado en una carpa gigante y cordial entre mis congéneres, allí en la Rural, donde antes exponían a los chanchos y a las vacas. No me queda más que vivir. 

Busco a la viejita pero se ha esfumado hace rato entre los autos. La pierdo de vista porque me parece que se ha diluido para siempre en una ochava justo en la puerta de la casa de electricidad donde entro a comprar un enchufe 220. Una rubiona exultante, pechera blanca, tras el plástico de la peste me atiende con una sonrisa de azafata. Los dientes se pierden en un largo teclado de piano blanco y hasta donde se distingue parece que le sobraran. Me alcanza el cable sin que yo le haya pedido nada. Se anticipa con naturalidad. Un rebote de sol le pega en la cabellera rubia y una aureola le ha surgido detrás de sus mechones y la hebilla con que se los sostiene. Se suelta la melena en un gesto inusual y cinematogáfico y ahora sí: reconozco la viejita solo que 60 años más joven. Me lo dice con naturalidad y ya sobrepuesto de la sorpresa empiezo a creerle.

--Mirá a tu espejo ahí atrás --comenta--. En el rectángulo aparece la abuela.

..Puedo cambiar en un segundo cuando quiero, culmina volviendo a ser la jovencita preciosa. Así es como se les aparecían los santos y las vírgenes a los crédulos, así se fabricaron las religiones, para tenerlos asustados a todos.

--¿Y vos... Usted para que lo hace? 

Simplemente me contesta: --Para no aburrirme y también, para lidiar con mi enfermedad: ser eterna es una condena.

Hay gente que resuelve las cosas con fascinante argumento. Yo en cambio persisto en escribir y escribir como si ello fuera una cura de algo que ignoro, pero que me hace mal. En eso estoy desde siempre, en engañar el final, el detonante antes de tiempo de la bomba con la que cargo desde el comienzo de los tiempos de esta guerra. 

Salgo del negocio sin poder pagarle a nadie: la chica ha desaparecido. Diviso a la viejita doblando por la calle que conduce hacia mi casa. Corro y alcanzo a ver que entra en el pasillo. Esta noche tendré companía. Viejita o joven me da lo mismo. ¿Sabrá cocinar? Tengo ganas de una buena sopa.

 

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