No habían pasado dos días cuando recibí su confirmación. Recuerdo que era de tarde, casi llegando a la tardecita, y que hacía tanto calor que solo salíamos del laboratorio para ver pasar un coro de estridencias subsumidos por el carnaval de la región. Gustavo me había confirmado el día y la hora sin tener presente los dos días dedicados al carnaval, simplemente porque era el único día que podía llegar desde Mercedes, ya que el acueducto en construcción había suspendido las rutas principales menos aquellas que pasaban por pueblos y comarcas y el viaje se desviaba demorándose mucho más de lo necesario. Siempre pensé que si Gustavo no cambiase constantemente hubiese conocido una parte de su personalidad que cuando se manifestaba cualquier coro de estridencias parecía navegar en la infancia y quedarse ahí viendo pasar las tradiciones, los estereotipos, los prejuicios más o menos yertos, la candidez de dejar para mañana aquello que podíamos hacer hoy. Pero me daba cuenta de que podía pensar eso porque en la negligencia de mi adultez disociaba una cosa de otra para no volver a pisar con los mismos pies de argamasa las mismas cosas recónditas. Salí otra vez a la calle y lo vi a Gustavo llevando y trayendo baldes de agua, pomos de espuma, su bolso un soliloquio entretejido con preposiciones y raíces de palabras prefiguradas que aun anclaban en la inquietante idea de tirarlo todo por la borda, dejarlo todo para esa noche, cuando el coro desapareciese y solo quedasen los ecos de un eco mudo, tácito, silente.

Tres de la tarde de una tarde que había concluido hacía dos años. La ropa era la misma o parecida. Los gestos lábiles de tanta concupiscencia. Los grados de la libertad o de su ausencia. Las naturalezas muertas de Cézanne que Wittgenstein había contemplado sin encontrar equivalencias. El lenguaje sin ser útil que pudiera darnos lo que no encontrábamos en la vereda de un bar con las puertas abiertas. Justamente la noticia de que Gustavo viajaría a Mercedes y se quedaría ahí dos años, sin saber a ciencia cierta cuándo regresaría para retomar las clases en el traductorado. Todo parecía tener la tibieza de una conversación convaleciente. De tanto ahínco y desgarro por los pliegues de una ciudad que escondía sus manos y las mostraba cuando ya era tarde para batirlas de nuevo. Tres de la tarde de un martes que las asimetrías lo volvían ascético porque valía menos que el aire. Gustavo decía que eso le decían en Mercedes cuando los chicos aún no habían cumplido los seis años: todo costaba un bien necesario, silente, lábil, sin condescendencias. Aun no sabíamos que la migración interna partía de una desatención en el presente que desde un aula abstraía sus miserias y las volvía yermas. De un desarraigo que desconocía los mismos temas de los que hablábamos desconociéndonos a nosotros, sus referentes, la idiosincrasia de sabernos perdidos de un lenguaje común de entendimiento. El tiempo había pasado, y ahora lo veía a Gustavo jugar con los chicos que desde la entrada del laboratorio parecían blandir las razones especulares de un sol que lo tragaba todo.

Recuerdos que duelen tanto, delantal y trenzas sueltas, decía, cantaba, cuando en las hornallas calentamos una jarra de café porque Gustavo no dejaba de contarnos la hospitalidad oportuna en medio del monte. No podíamos decir "ya nada era como antes", porque antes era un tiempo en el que todos se ausentaban mientras nosotros vivenciábamos aquello que solamente hoy podía mostrar su incongruencia. Miraba su bolso colgado en el respaldar de la silla. Su cara matizada por dedos de espuma delgados y pequeños y una barba crecida de días que contrastaba con su piel tostada. A veces pensaba que la tristeza era como una musa que carecía de lengua, pero no de un lenguaje que desde el momento en el que lo conjeturábamos abríamos el grifo y en torrentes de agua se llevaba todo lo que encontraba a su paso. Gustavo se cambió la ropa mojada por la espuma y los baldes de agua y caminó por el laboratorio describiendo en voz alta las dos habitaciones y un living ancho y largo en el que naufragaban microscopios, medicamentos, brebajes, antídotos, narcóticos. Ya con esos pasos y esa voz una conjunción que volvía con un subjuntivo mal conjugado: uno por dos, tres por cinco, seis por cuatro. La dodecafonía que no dependía de nadie. Tampoco Gustavo lo recordaba. Creía que había sido así porque los recuerdos eran atonales, y porque ni siquiera en el presente valían la pena. Pero tampoco yo podía contradecirlo. Pensábamos lo mismo, solo que lo idéntico se revestía con capas de época, tules para ahuyentar los insectos cuando ya fuera improbable dejar las puertas abiertas y las manos hechas un adagio que escatimaba sutilezas. No sé por qué Gustavo había decidido dejar todo y vivir en el monte con las únicas agudezas que sujetaban el día a las seis de la mañana cuando recién amanecía y se volvían apatía a las nueve de la noche cuando era indistinto cenar cualquier plato de comida. Después de todo yo había cavilado lo mismo durante mucho tiempo para reírme con algún inhóspito refrán que me recordase lo verosímil. Solo teníamos el laboratorio y un día de la semana en el que pocas veces hablábamos de aquello que diariamente nos conmovía. No era muy diferente. La desatención cambiaba de signos pero no de símbolos, y cuando los actos eran los mismos los pensamientos lo repetían sin limitar distracciones.

A las dos de la madrugada el silencio se había vuelto esotérico. No quedaba nadie en las calles ni en los barrios contiguos. Las calles parecían desinflarse con restos de comida y serpentina. Un escenario en el que flotaban fondas de nylon de color azabache moviéndose como en un mar atravesado por la ignominia. ¿Qué podía ser que se nos escapara de la vista? Gustavo reía. Decía que lo que no veíamos no lo sentíamos. Que un pozo negro no tenía fondo y menos verdad. Las luces mortecinas de la calle parecían reflejar el descanso propicio de los impresionistas después de una faena singular. Pensé: la silla en la que estábamos sentados, la vereda, el azabache, el pozo negro sin fondo, el azufre en los pies de un corral que alguna vez había actuado con la intención de sufrir antes que matar. Era una película de Bigas Lunas, pero en nada se parecía al original. Miramos la escuela pública con las puertas encadenadas. Gustavo se levantó de la silla y caminó por la vereda. Gustavo: Fielmente la muerte no significa nada. Lo único que tiene significado es la vida, el soplo vital, porque crea vocabulario. Yo: Cómo lo llamarías. Él: A qué cosa. Yo: A un arma. Él: Una mano. Una palma. Las palmas de las manos juntas. Un juego de niños.

Parecía blandirse el cielo azul noche estrellado. Quizá no lo había pensado. Un juego de niños era batir las palmas y simular algo no dicho. No habíamos dicho nada, sin embargo. Se hicieron las tres de la madrugada y entramos al laboratorio con ese silencio cómplice de una pérdida. De un ocaso. De un desprecio que escondía migajas y las regalaba a quienes pasaban por la cuadra.