Fue el fin de la noche. Una soledad de desierto. Unas muertes sin culpa, sin miedo, sin infierno. Un tiempo quieto y vacío, un espacio inhabitado, invisible. La negritud cercando el paisaje, y la eternidad robada en un instante. Miles de ausencias, la sangre helada, una obra angustiada, perturbadora. Mundos enteros que no se nombran. El pleno abandono, el deseo abyecto de imaginar camposantos sin nombres. Pañuelos que buscan, explican, observan, borran, caminan, y se arrastran. Y luego la tristeza, que hacer con la tristeza. Ese crujido seco de desamparo. Un paisaje sin imágenes, voces mutiladas, miradas negras, toques de quedas, bayonetas, alambradas, y un silencio pegajoso, de tumba abierta.
En la centralidad un fútbol doblegado, dispuesto a obedecer, ventilar, despejar, con esa habilidad para enredar, retorcer, desenredar y volver a torcer, y otorgar con su romanticismo cierta densidad metafísica. Un acto de empatía extrema con las grietas de lo real, con el miedo inoculado, como funámbulo dormido por la línea del abismo.
Paradójicamente en este tiempo de tristura nació el fútbol argentino más alegre, más festivo, más plástico, más bello. Las selecciónes campeonas del mundo de 1978 y Juvenil del 1979, el Argentinos Juniors y Boca de Maradona, el River campeón del 1975 (un año antes del golpe), y la década se completa con el Mundial 86. Diez años de fútbol sublime y siete de sangría y muerte, de guerras de papel con pibes-soldados cambiando cromos por metralletas, y el fútbol que no para.
Caños y gambetas entre “gurkas” y bombas de racimo. Se cruzan realidades y se confunden los tiempos, creando una dimensión mágica y lúdica que exalta la experiencia singular para crear un mundo imaginario propio. Un fútbol atrincherado en su gestión de la culpa, entre un miedo agazapado y un rosario de cicatrices que convergen y divergen a través de las cuales se fue desplegando un alucinante y descarnado teatro del país.
Nos quedamos ulcerados con los ojos puestos en un futuro exitoso, pero turbio, casi ciego. Protegidos como crías de canguro desfilamos por las alfombras rojas del poder con el escalofrío de las luces apagándose, entre la bruma siniestra de un régimen necesitado de comprensión, de un deseo amable, de un abrazo, de una lágrima.
La vida siempre acaba por abrirse paso. Quisieron “disolver el pueblo y crear uno nuevo”, diría Beckett, una gran llanura desértica y abstracta en su nada y su vacío.
El fútbol es la vida sintetizada en un tubo de ensayo: el éxito, el fracaso, el dolor, el placer, la violencia, el racismo, y el dinero: el negro y el blanco.
En las noches eternas recurrimos a los cuentos de Sherezade para demorar el miedo a la muerte y descansar en las orillas serenas de las antiguas historias. Se trata de una recreación íntima y sensible, de soñar lo soñado, de arropar los silencios, de exhumar los recuerdos gastados por una lejanía interior orillada casi con la tristeza.
Todos somos deudas contraídas con la memoria. La pequeña historia de cada perdida, de cada ausencia, de cada desaparecido, merece un duelo eterno del fútbol argentino. Desde la ingenuidad fuimos la fiesta pública de un genocidio en la sombra. Todos los años los pibes “exitosos” nos volvemos a encontrar, a los otros “pibes” todavía los siguen buscando.
(*) Ex jugador de Vélez, y campeón Mundial Tokio 1979.