“Cuando nació mi hija, a los pocos días se me acerca el Tigre Acosta y me dice: ‘Vos tenés que adelgazar porque estás muy gorda'. Me llevó a una salita y me dijo que como yo no había entregado gente, como prueba de que no los odiaba tenía que aceptar tener relaciones sexuales con algún oficial, que eso no iba contra la moral cristiana, ni contra mi matrimonio, que era una prueba de mi recuperación”, cuenta Silvia Labayrú. El 29 de diciembre de 1976, con 20 años y embarazada de casi seis meses, fue secuestrada por un grupo de tareas de la ESMA. La liberaron un año y medio después. Mientras transcurría el Mundial de Fútbol del ‘78, Alfredo Astiz la llevó al Aeropuerto de Ezeiza para que subiera a un avión con destino a Madrid, donde la esperaba ya en el exilio su esposo. Los dos eran integrantes de la organización Montoneros. Ella, ex alumna del Colegio Nacional de Buenos Aires, de familia de militares de alto rango. Hoy Silvia Labayrú tiene 64 años y es una de las tres denunciantes en el primer juicio por los crímenes de violencia sexual cometidos contra víctimas que estuvieron privadas ilegalmente de la libertad en el centro clandestino de detención, tortura y exterminio que funcionó durante la última dictadura militar en el casino de oficiales de la Escuela de Mecánica de la Armada. Es la primera vez que da una entrevista. Habla pausado como eligiendo las palabras. Dice que por mucho tiempo pesó sobre ella, como les sucedió a otras sobrevivientes, el estigma de ser traidoras por haber mantenido ese vínculo “de sometimiento” con oficiales de la ESMA: “No se pensaba que en ese contexto era imposible hablar de consentimiento. Consentimiento, cero, si teníamos encima la amenaza de la muerte”, dice en diálogo con PáginaI12.
Sus ojos son celestes cristalinos. Es delgada y tienen los cabellos de color castaño, tirando a un rojizo suave. Viste un jean y una remera de mangas largas azul, con un volado en los puños. Y unas sandalias de lona beige con suela de yute. Lleva una estrella de David pequeña, colgada de una cadenita de oro.
La charla transcurre en el jardín del edificio de departamentos donde vive, en el barrio porteño de Palermo. Hay bancos de plaza de madera marrón. El pasto es tupido y verde oscuro. El sol brilla amable. Dice que nunca pensó que se instalaría a vivir de nuevo en la Argentina --adonde solo había vuelto de visita en las últimas cuatro décadas-- pero el reencuentro con su gran amor de la juventud, a mediados de 2019, le cambió sorpresivamente el rumbo a su vida. Desde que partió al exilio, su hogar fue Madrid.
En el juicio solo son tres las denunciantes, aunque --sabe-- fueron muchas más las mujeres que sufrieron violencia sexual en la ESMA. “Las violaciones fueron parte de un plan común en muchos de los campos como forma de arrasamiento de la subjetividad de las secuestradas. Éramos un botín de guerra”, señala ella.
Silvia denunció por estos hechos al oficial de inteligencia, entonces teniente de Fragata, Alberto González, y a Jorge Acosta como instigador. Cuenta --y lo declaró en el juicio-- que González la sometía sexualmente en distintos lugares, fuera y dentro de la ESMA: en hoteles de alojamiento pero también en la casa de su padre --cuando sabía que no estaba-- y en la de él mismo. Hay algunos detalles de su declaración que prefiere que no se publiquen hasta que se conozca el fallo, para no entorpecer la investigación judicial.
Silvia tuvo a su hija en cautiverio y se la entregaron a los pocos días a su familia. Piensa que una serie de “suertes pequeñas” --parafraseando el título de un libro de Claudia Piñeiro-- le permitieron salvar la vida en medio de tanto horror. Ser bonita, rubia y de ojos celestes, y pertenecer a una familia de militares de alto rango, entre ellos un tío que fue ministro del gobierno de facto de Pedro Eugenio Aramburu. También que su padre fuera militar retirado, piloto de Aerolíneas Argentinas. Pero todas esas “suertes pequeñas” no la salvaron de que la convirtieran en “esclava sexual”.
El juicio
El primer juicio por las violaciones perpetradas contra mujeres secuestradas en la ESMA empezó el 27 de octubre. Está a cargo del Tribunal Oral en lo Criminal Federal 5 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Son juzgados el ex oficial de inteligencia González “alias “Gato”, “González Menotti”, “Luis”, y Acosta, el jefe de la Sección Inteligencia del Grupo de Tareas 3.3.2 que operaba allí, alias “El Tigre”, “Santiago”, “Aníbal” o “Capitán Arriaga”, por los delitos cometidos contra Silvia Labayrú, Mabel Lucrecia Luisa Zanta y María Rosa Paredes. Las tres prestaron el consentimiento a la fiscalía para la difusión pública de sus nombres pero pidieron que las audiencias no sean púbicas. Silvia testimonió el lunes 27 de noviembre, durante cuatro horas. Las audiencias por el contexto de pandemia se hacen de manera virtual. Acosta se negó a declarar. González lo hizo durante varias horas.
El TOCF 5 está integrado por la jueza Adriana Palliotti y los jueces Daniel Horacio Obligado y Adrián Federico Grumberg (presidente). El Ministerio Público Fiscal está representado por el fiscal federal Leonardo Filippini y la auxiliar fiscal Marcela Obetko: cuentan con la asistencia de la Unidad Fiscal Especializada de Violencia contra las Mujeres (UFEM), que encabeza Mariela Labozzetta.
Los imputados Acosta y González registran condenas a prisión perpetua por delitos de lesa humanidad, dictadas por el mismo tribunal, con distinta conformación, en las causas “ESMA II” (2011) y “ESMA Unificada” (ESMA III, 2017). Esta última aún no se encuentra firme. Acosta también fue condenado a 30 años de prisión en la causa conocida como “Plan Sistemático”, sobre apropiación de niños y niñas.
“Era un hecho vergonzante”
Silvia cuenta que ha declarado sobre las violaciones a los derechos humanos ocurridas en la ESMA en múltiples oportunidades, la primera en 1979 en ACNUR, la Agencia de la ONU para los Refugiados. “Mi testimonio ante la CoNaDep fue uno en los que se basó la condena a las Juntas Militares”, apunta. Luego, declaró en diversos juicios contra represores y genocidas de la ESMA.
-- En esos juicios la violación estaba considerada como parte de los tormentos y las torturas. No tenía una entidad jurídica aparte. Yo dije que había sido víctima también de esos hechos pero no entré en detalles. En 2013 se consiguió después de una larga lucha que fueran tipificados como delitos contra la integridad sexual. Entonces, denuncié lo que me pasó. La causa la tuvo el juez Sergio Torres y ese juicio siguió adelante y durante muchos años estuvo… como se dice aquí… encarpetado…
-- Dormido, cajoneado…
-- Cajoneado durante años. En algún momento me llamaron de la defensa exigiendo que me prestara a tener una pericia médica para demostrar que tenía secuelas físicas de esas violaciones después de casi cuarenta años, lo cual era absurdo. Reclamé ante la fiscalía. Se planteó que eso era inviable y se consideró así. Y finalmente, en los últimos años este juicio se reactivó. Entramos tres personas que hicimos estas denuncias en firme. Hubo una cuarta que denunció incluso antes que yo, pero por un “error” administrativo no se le permitió ser parte de este juicio. Siguió apelando y su caso está ahora mismo en Casación.
-- ¿Varones también?
-- Ningún varón denunció. Suponemos que debe haber habido casos pero si para una mujer es difícil denunciar el delito de violación mucho más para un hombre. Había una política por parte de Acosta, de propiciar, de proponer que los oficiales violaran a las mujeres de la ESMA. Fue el precio por sobrevivir. Es verdad que uno podría haber roto una bombilla y haberse suicidado, pero en los campos de concentración casi nadie se suicida. En los campos alemanes tampoco la gente se suicidaba: uno quería sobrevivir y dar testimonio. Uno tenía la idea de que si salía de ahí, iba a contar todo esto. Y esto fue lo que ocurrió mayoritariamente. Algunos sobrevivientes se tomaron más o menos tiempo en declarar. De hecho, la mayoría de las mujeres violadas en la ESMA, aun hoy siguen sin poder denunciarlo.
-- ¿Pesan los prejuicios?
-- Alguna mujer que sí denunció violaciones como Sara Solarz de Osatinsky, no causó muy buena impresión entre algunos compañeros sobrevivientes porque de algún modo se interpretaba que estaba mancillando el honor de su marido, dirigente guerrillero. Hasta qué punto llegan esos prejuicios, que la gente "de uno", prefiere que se oculte esto y de algún modo que las violaciones queden acalladas.
-- ¿Qué significa este juicio para usted?
-- Para mí ha sido muy importante. Terminé mi alegato diciendo que más allá de los años que les den de condena por estos hechos, lo que me motivaba, con lo difícil que me resultaba hacerlo, era alentar a que otras mujeres que pasaron por lo mismo se animen a denunciarlo, que ahora estamos en otro tiempo político, jurídico y social, en donde por fin este tipo de temas pueden salir a la luz, y podemos tener la garantía como yo la tuve en este caso, de ser impecablemente tratada por la fiscalía, por todo el personal judicial, donde realmente se nota que hay un cambio de ciclo. Porque yo he declarado muchas veces y los jueces que tenías adelante te trataban como si la acusada fueras tú.
-- ¿En qué sentido?
-- Te decían: “Pero bueno… usted dice… pero cómo lo puede probar…” La Justicia evolucionó en el respeto al testimoniante.
-- Durante algunos años otras sobrevivientes de campos de concentración tenían una mirada prejuiciosa sobre quienes habían sido sometidas sexualmente en cautiverio… No se comprendía que en ese contexto no había consentimiento posible.
-- El del consentimiento es un tema crucial y muy complejo porque se entiende mal y es algo sobre lo que he hecho mucho hincapié. Dentro del juicio han participado la directora del Centro Fernando Ulloa, Laura Sobredo, que es feminista, y también Inés Hercovich, que es socióloga y psicóloga social, feminista, especializada en temas de violación. Sus testimonios dejaron en claro que habiendo una situación de secuestro, de amenaza de muerte hacia mí, mi familia política, y mi hija, éramos todos rehenes. Entonces, no hay posibilidad de consentimiento. Cuando Acosta te exigía que hicieras esto la idea era que tuvieras una actitud no agresiva frente al violador porque había que demostrar que no les odiábamos. Era un hecho vergonzante, muy difícil de contar.
-- En el imaginario social todavía persiste la idea equivocada de que no puede haber una violación sin violencia física …
-- Estas violaciones en su mayoría no ocurrían --porque si hubo otras violaciones que sucedieron en Capucha City por guardias “al uso clásico”, digamos-- con una violencia física ni te apuntaban con una pistola en la cabeza. No era así el procedimiento. El hecho de que no te torturaran en la violación no quita que fueran violaciones porque te están obligando a hacer algo bajo secuestro y bajo amenaza de muerte. Eso no tiene otro nombre que violación, pero ha sido difícil de entender incluso para las propias secuestradas. Consentimiento cero. A diferencia de lo que se espera, judicial y socialmente, y es que la violada ejerza una fuerza y se resista y tenga secuelas físicas y heridas, en la inmensa mayoría de los casos, la mujer se deja violar precisamente para salvar la vida y que aquello acabe lo más rápido posible. La pasividad responde a que el tipo acabe lo antes posible, para que no te pegue ni te mate. Esto que ocurre en la inmensa mayoría de las violaciones no cursadas con un secuestro, también ocurría en las violaciones donde estaba la amenaza de muerte y la pistola simbólica puesta en la cabeza, porque a la semana siguiente podías estar en la lista de los miércoles para que te tiraran al mar.
--¿Le pedía que se arregle en la forma de vestir en esas circunstancias?
--Sí, pero no solo en esas situaciones. Ellos robaban ropa en todas las casas donde secuestraban gente. Entonces había un lugar llamado Pañol donde había ropa y todo tipo de cosas y nos exigían al grupo de mujeres que estábamos en ese proceso de “recuperación” que nos vistiéramos de un modo femenino, digamos, porque esa era otra muestra de que no éramos marimachos montoneras. Tenían esa idea de que las mujeres dejáramos de ser guerrilleras para volver a ser “mujeres”.
-- ¿Alfredo Astiz la llevaba como hermana cuando se infiltró en las reuniones que hacían familiares de desaparecidos en la Iglesia de la Santa Cruz junto a las monjas francesas?
-- Pasados los meses, después de que habían secuestrado o asesinado a la mayor parte de la organización, ya empezó a haber un flujo de secuestros mucho menor. Entonces empezaron como a inventarse otras actividades para justificar tener toda esa mano de obra expectante. El tema de las Madres de Plaza de Mayo los volvía locos y pensaban que detrás de ese movimiento tenía que estar Montoneros. Lo mandaron a Astiz a infiltrarse. Estuvo varios meses metido en organismos de derechos humanos, hablando con gente y demás. Y en un momento dado decidieron que fuera alguna secuestrada con él para reforzar la idea de que era familiar de un desaparecido. Buscaron a alguien que podría ser la hermanita menor, alguien rubia y de ojos azules y me eligieron a mí. Eso ya fue en el final del proceso de infiltración. Me obligaron a asistir a cuatro o cinco reuniones, algunas en la iglesia de la Santa Cruz, otras en una casa en La Boca, donde estaba la monja francesa Alice Domon. Me afectó muchísimo personalmente que terminara ese hecho como terminó.
-- A la distancia, ¿Qué opinión tiene ahora de la lucha armada?
-- Para hacer la revolución hay que estar vivos. Soy muy crítica de la conducción montonera, de cómo se nos expuso, cómo no se nos cuidó. Por supuesto creo que todo lo que se ha hecho en relación a Memoria, Verdad y Justicia es fundamental. Me he sumado a eso. A los compañeros se los debe honrar, recordar, se debe profundizar en que se haga justicia, castigo a los culpables, pero eso no me impide tener una visión crítica de lo que fue esa organización y de lo poco que esas muertes consiguieron, en relación al extraordinario coste.
-- ¿Cómo fue su vida en el exilio en España?
-- Tuve mucha ayuda de mis padres, económica y de todo tipo. Y de mis amigos más cercanos. Una ayuda crucial, determinante. Pero cuando llegué a España había mucha gente que no me quería escuchar, que me condenaba, porque habíamos sobrevivido teníamos que ser traidores: ¿qué habíamos hecho para sobrevivir? Esa pregunta sobrevolaba. Entonces no querían ni escucharte. No querían hablar, me cerraban las puertas de bares, me impedían la entrada a reuniones de exiliados porque decían que yo tenía que ser una traidora. Estudié Psicología y me fue prácticamente imposible ejercer la profesión porque en el entorno de los psicólogos y psicoanalistas argentinos había una creencia de que si yo había sobrevivido y había salido de la ESMA tenía que estar loca y no podía ejercer la profesión. Lo intenté. Me formé después de hacer la carrera, en la Escuela de Psicología Pichón Riviere, estudié Psicoanálisis, pero me di cuenta de que había un impedimento con lo cual con muchas compañeras sobrevivientes decimos: Cuando salimos de la ESMA creímos que el infierno se había terminado pero no se había terminado. Porque una cosa es que te machacara el enemigo y otra que te hicieran el vacío los tuyos.
Silvia vivió 43 años en España. Se separó del padre de Vera, tuvo otra pareja, y luego se casó con un español, con quien tuvo un hijo. Vera, su hija es cardióloga y vive en Escocia. Su hijo menor, tiene 26 años, es músico y estudia en Boston. Al no poder ejercer la Psicología, cuenta que se dedicó a hacer estudios cualitativos, de opinión y de mercado, hizo algunas materias de Sociología y finalmente se dedicó a la Publicidad. Tiene en la actualidad una empresa vinculada al rubro editorial.
Hace algunos años regresó al Espacio de Memoria la ex ESMA con su hija. Después lo hizo con su hijo, y volvió algunas veces más.
-- La impresión más clara que me produjo cuando entré por primera vez fue que me pareció un lugar muy pequeño, cuando yo lo recordaba muy grande. Y pensé: qué lugar tan pequeño para un infierno tan grande.
*Esta nota fue publicada por primera vez en Página/12 el 27 de marzo de 2021.