Caían las gotas de la lluvia sobre la vereda vacía. Tras el vidrio de la cocina, mirando la calle, todo era un derretirse de nostalgias intrascendentes (o no) que poblaban el universo de su mente, tras los últimos acontecimientos acontecidos por doquier.

Era joven aún, no tan niña, tampoco tan adulta, uno nunca termina de saber a qué edad empezamos a madurar, a qué edad somos adultos, a qué edad estamos listos para decidir por nosotros mismos.

El peso de la vida corría sobre sus hombros, cansados de soportarlo todo desde siempre, desde que tenía memoria, desde que había nacido.

“Una lluvia más”, pensó, mientras se acomodaba los cabellos a la vez que colaba el café para servirlo, lentamente, como siempre, para sentarse a disfrutarlo junto a las garras de la estufa, cada vez más cariñosas y atrapantes, en este gélido invierno que nos toca soportar, encima con la lluvia…

Todo se hacía más claro y más oscuro a la vez, casi naturalmente, confundiéndose en un gran bodrio del que sabrían alimentarse todos los de afuera. “Los de afuera son de palo”, dice el dicho porque es cierto, ni cortan ni pinchan pero a veces sí, y a veces cómo.

Cómo supo ella lo que definitivamente era, él nunca podría haber llegado a sospecharlo.

Había pasado sin pena ni gloria, como algo más, como una más, como un juguete más en la vidriera de esa juguetería, en donde solían acumularse objetos de los más variados rubros: pelotas de todo tipo, muñecas desde antiguas a las más novedosas, armas ficticias de las más disímiles, juguetes electrónicos y eléctricos, los menos a pila, algunos a fricción, entre ellos muchos autitos y algunos aviones, instrumentos musicales, sobre todo un piano y un bombo legüero, algunos timbales y todo lo que una señora de su casa necesita: lavarropas, planchas, escobas y escobillones, ollas y sartenes, cocinitas de plástico y chapa, otras, de fibra de vidrio y los más variados peluches, pizarrones de todo tamaño y color, bebotes que comían, cagaban, berreaban y lloraban de verdad si uno les apretaba la mano o les frotaba la pancita, en fin, todo lo que una puta juguetería tenía que tener en vidriera, “y lo que no tenemos en vidriera, lo tenemos en el depósito”, aseguraba un cartel, y así, así, empezando con bolitas, bolones, lápices, trompos y payanas, fue que el Viejo fue forzando su imperio. Imperio al que nunca nadie jamás tocó, imperio forzado “con mano propia”, como le gustaba decir de sí mismo y de su propia obra, la juguetería, cuando alguien le preguntaba, “a pulmón”, como sabía mentir muy bien, sin cagarlela vida a nadie, como también mentía tan profundo, tan profundo él, como siempre, como siempre hacía todas las cosas.

Ella había sido un juguetito más, un juguetito más usado y tirado en el fondo del depósito del que nadie se acordaba, estropeado y tirado debajo de todos los demás juguetes, como una chiquitita sin sueños, como una chiquita sin vida, como una princesita de antaño que ahora llegaba a enterarse de lo que era la vida, triste y dura, dicen algunos, triste y jodida, dicen otros, larga y dura, y “viva la vida”, dice mi amiga la Vivi, como una princesita que fue princesita en otros tiempos, en aquellos tiempos, tan lejanos, como una princesita que fue la princesita del siglo, parece, paseada como un trofeo de paz y luz en todo su esplendor, paseada por todos lados, como una princesita brillante y esplendorosa que después se fue gastando, de a poco, de a poquito, hasta quedar desteñida y deslucida por tanto traqueteo, por tanto trajinar, por tanto uso, como una princesita usada y tirada en el fondo del depósito con el resto de los cajones de los juguetes que ya nadie pedía, que ya nadie usaba, que ya nadie quería volver a ver más, porque “no tenían onda”, porque no eran “multiusos”, porque ya dejaron de entusiasmar a todos, sobre todo, al público en general, que observaba, siempre, detrás de la vidriera, cuál era el juguete más vistoso y novedoso para sus hijos, el que anuncian en la tele, el que publicitan en Disney, el que era mejor para entretener y educar, ella que nunca había educado a nadie, había sido educada, para no mentir, para no ofender, para no disentir, para complacer, para cuidar a los demás, para no levantar la voz ni enfrentar a nadie, ni siquiera a sí misma, ella que siempre había sido tan sutil y sumisa como hasta su propia sombra lo era, ella que era como una especie de susurro de esta vida, un suspiro de nada deshaciéndose en el viento.

El Viejo sabía usarlas y pasarlas al cuarto, como vulgarmente se dice, también sabía hacerse el otario respecto de lo dicho y hecho, pero esto, esto así, él no se lo esperaba… Ella tampoco, a decir verdad, una vez que pasó, pasó, y bueno, había que ir a trabajar igual, de eso dependía su vida, no podía perder el trabajo, al menos el único que siempre había tenido y al que había aprendido a querer, a pesar de todo, casi como había aprendido a querer al Viejo, a pesar de todo, desde lo poco o lo mucho que su casi nula experiencia respecto del tema había sabido tener.

Sabía guardar su lugar, sin estridentes reclamos, sabía obedecer y ser sumisa, de eso dependería, de acá en más, la vida de ella y la de su hijo, que venía ya creciendo y creciendo, desde su hermosa pancita incipiente…

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