Desde Río de Janeiro
Ha sido un día duro para Jair Bolsonaro. Primero, renunció su ministro de Relaciones Exteriores, Ernesto Araújo. Y a media tarde, el ministro de Defensa, general retirado Fernando Azevedo e Silva, presentó su carta de renuncia, sin informar el motivo que lo llevó a dejar el puesto.
Algunos medios, mencionando “fuentes internas” del ministerio de Defensa, dijeron que se trató, en realidad, de un pedido de Bolsonaro, que pretendería “reordenar el gobierno”. La medida sorprendió, mientras que la salida del otro era más que esperada.
En dos años y casi tres meses Ernesto Araújo logró una hazaña: pasar de diplomático obscuro y mediocre, mero cumplidor de órdenes, al puesto de peor ministro de Relaciones Exteriores de la historia de la diplomacia brasileña. O sea, en más de siglo y medio.
Este lunes pidió dejar el cargo, atendiendo a reclamos urgentes de diputados, senadores, empresarios y al menos 300 diplomáticos en ejercicio.
Es verdad que integró el peor gobierno de la historia de la República, bajo el mando de un Genocida incontrolable. Pero por una cuestión de justicia elemental es necesario reconocer su valor individual.
No es fácil destrozar en tan poco tiempo una política exterior de las más respetadas en el mundo desde hace décadas, y hacerse con el absoluto derecho de ser llamado de ministro de Aberraciones Exteriores.
Ya en sus primeros movimientos como ministro Araújo se involucró en maniobras para reconocer al patético Juan Guaidó como presidente venezolano, e incentivar el golpe contra Evo Morales en Bolivia.
Dejó clara de toda claridad la vergonzosa sumisión brasileña a Washington y a Donald Trump. Con eso, liquidó – además de décadas de política externa – el espacio ocupado por Brasil en el escenario global y muy especialmente en América Latina, con énfasis para Sudamérica.
Fue obsecuente con su líder a la hora de presentar vasallaje sin remedio a Donald Trump y también a la hora de hostilizar a la Argentina de Alberto Fernández, a China – mayor comprador de Brasil – y a varios gobiernos europeos y asiáticos.
Sobrevivió incólume a una situación absurda: durante una visita de Bolsonaro a su ídolo supremo en Washington, el ministro brasileño de Relaciones Exteriores fue impedido de ingresar en el salón donde ambos mandatarios se reunirían. Eduardo, uno de los patéticos hijos de Bolsonaro, sí, pudo entrar. Quedó claro, ya en aquél entonces, quién era el verdadero comandante de la política externa brasileña: un primate llamado Eduardo Bolsonaro.
Araújo salió de la mediocridad para revelarse, como ministro, discípulo radical de Olavo de Carvalho, el exastrólogo que se autonombró filósofo e imparte estupideces ultraderechistas en las redes sociales.
Pero el auge de su desastre se dio desde el principio de la pandemia que ya diezmó a más de 320 mil vidas de brasileños.
Desde que empezaron las muertes por covid-19, Araújo atacó duramente la Organización Mundial de Salud, acusó al gobierno chino de haber creado el coronavirus, que llamó de “comunavirus”, mostró simpatía con los vándalos que invadieron el Congreso en Washington, denunció como fraudulenta la elección de Joe Biden, se negó a buscar diálogo con China para acelerar la compra de vacunas, se enemistó con India, otro proveedor importante.
Fue cuando la comunidad internacional se dio cuenta de que Jair Bolsonaro, el Genocida, tenía dos cómplices importantísimos en la mortandad que se abatió sobre Brasil: el general que ocupaba el ministerio de Salud y el diplomático que destrozó la imagen del país en el mundo. Y que los brasileños estaban abandonados a su propia suerte.
Así como Eduardo Pazuello, el general en actividad que no hizo más que esparcir uniformados por el ministerio de Salud y obedecer ciegamente a las órdenes de un esperpento desequilibrado, Ernesto Araújo merecerá estar al lado de su hasta ahora jefe cuando llegue la hora de ser llevado al tribunal internacional de La Haya.
La carrera de Araújo se acabó. Su destino está en los sótanos del ministerio de Relaciones Exteriores.
No se sabe quién será el sucesor. Pero todo indica que no tendrá la menor importancia: Bolsonaro seguirá siendo Bolsonaro, y su hijo Eduardo seguirá trazando la política externa brasileña.
Y el país seguirá a la deriva, rumbo al fondo de un pozo sin fondo.